sábado, 21 de marzo de 2020

VIVIR DESPUÉS DEL VIRUS



Este artículo trata sobre el Decrecimiento. Decía en la anterior entrada (“Fin de fiesta”) que deberíamos agradecer a los pobres virus su advertencia, porque nos dan la oportunidad de decrecer civilizadamente, antes de que perdamos estatura a base de guillotina. No hay más opciones. Quien crea que, tras una nueva crisis “económica”, se puede volver a los buenos tiempos del despilfarro, va dado, y no solo porque que ya no queda mucho que derrochar, sino porque la cura económica de caballo que se está aplicando para contener no sé si el virus o el miedo va a dejar la hucha vacía. Tras la retirada estratégica, nuestros valientes neoliberales querrán intentar de nuevo “la reconstrucción”, con un plan-marshall y los últimos barriles de petróleo. ¿Podrán —les dejaremos— prender la mecha de la traca final?

Repito, no sé —ni tampoco sé si me importa— si de verdad es el virus o si es sobreactuación por el miedo en un mundo en el que algunos se sentían o nos sentíamos seguros, pero ahora hay gente despertando del sueño, y, si no aprovechamos esta breve ventana de oportunidad que se nos concede, no habrá otro aviso, y llegará la guillotina: el colapso por la falta de recursos, o por lo desequilibrios ambientales, o por los virus, o por todo junto, porque lo uno llama a lo otro. Por eso es el momento de no callar y señalar la salida.

Hay que advertir que, acostumbrados a todo lo que nos parecía normal, aunque en realidad fuera tan raro y tan imposible, nos costará adaptarnos a un tiempo de decrecimiento. “Decrecimiento” no es una palabra ni una idea nueva. Lleva varios decenios madurando y desarrollándose. Me limitaré a dar algunas pinceladas, pero no seáis vagos y buscad más en internet.  

En un mundo que no puede seguir malgastando recursos finitos (además con el coste ambiental y los desequilibrios y desigualdades que no necesito ni quiero enumerar), es necesario sanear el metabolismo general adaptándolo a los medios disponibles, y hacerlo de forma que lleguen los nutrientes a todas las células: una producción y un consumo adaptados a las necesidades reales, con una gestión racional de los recursos disponibles. Eso, desde luego no da para los fuegos artificiales del consumismo. Pero. sin excesos, quizás sí nos dé para una felicidad epicúrea extensible a todos, incluidos los que ahora no están invitados a la fiesta.

Hace unos días, oí a alguien decir que las cosas que de verdad valen no son cosas. Por supuesto, nos hace falta una base de bienestar material, y deberíamos preservar como oro en paño las conquistas positivas de la humanidad (pertenecen a la humanidad, aunque haya sociedades o sectores sociales que no las han disfrutado). “Cosas” como el conocimiento o los sistemas de protección social que forman el estado del bienestar; no me refiero a servicios tan básicos como el agua corriente, sino a otros como la formación, la información, la sanidad pública, la ciencia, el arte y las infraestructuras necesarias para todo ello  (los museos, los teatros, los medios de comunicación). Y hábitos más saludables y baratos que las compras o los viajes compulsivos (esos miles de aviones que llevan cada día a millones de turistas, que desconocen su ciudad, a saturar las playas y resorts da lo mismo a qué lugar con tal de que esté muy lejos; y el trasiego irracional de productos, de acá para envasar allá y de vuelta para consumir acá, o llevar naranjas a Valencia), y paro, porque la lista de la irracionalidad sería interminable.

A cambio, tenemos a mano otras “no cosas”, como el cultivo de la amistad, de la familia, de las aficiones, las tertulias con los amigos, el deporte, el acercamiento a la naturaleza, que si nos molestamos en mirar está ahí al lado. Quizás entonces descubramos y atendamos mejor las emociones humanas. No se trata de llevar una vida ascética; ni tampoco de prescindir del uso razonable de los de los medios que ha puesto a nuestra disposición la tecnociencia y que mejoran la auténtica calidad de vida (que no hay que confundir con el “nivel de vida”). No se necesitan demasiadas cosas para construir una civilización en la que la economía y el trabajo no sean el fin, sino el medio para el ocio, más ausente de lo que creemos —y más caro— en nuestra ajetreada civilización. 
  

Pero no me engaño, no será fácil, porque todo esto significa un vuelco de la maquinaria económica, que se resistirá como gato panza arriba, y quién sabe cómo se pone el cascabel a ese gato. Tampoco será fácil porque el crecimiento de la población mundial en el último siglo pone a prueba la capacidad de carga del planeta y no está claro si con los recursos disponibles se puede garantizar todo eso tan bonito que he dicho antes a los 7.700 millones de personas que abarrotan nuestro globo o si tendríamos que apretar un poco más el cinturón, hasta donde dé. Y aunque no debería decirlo, porque ahora estoy con el ánimo positivo, aunque lo creamos, no estamos exentos de las crisis maltusianas.

En fin, presuntos lectores, si lo dicho no os suena bien como un ideal definitivo (yo tampoco creo que lo sea), tomadlo, al menos, como una necesidad coyuntural, hasta que sepamos cómo disfrutar de todo lo que este planeta podría ofrecernos sin maltratarlo, relacionándonos amistosamente con él. Mientras tanto, se trata de salvar un tiempo difícil, para que no nos decrezcan cortando por lo sano.



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