Este artículo trata sobre el Decrecimiento. Decía en la anterior entrada
(“Fin de fiesta”) que deberíamos agradecer a los pobres virus su advertencia,
porque nos dan la oportunidad de decrecer
civilizadamente, antes de que perdamos estatura a base de guillotina. No hay
más opciones. Quien crea que, tras una nueva crisis “económica”, se puede
volver a los buenos tiempos del despilfarro, va dado, y no solo porque que ya
no queda mucho que derrochar, sino porque la cura económica de caballo que se está
aplicando para contener no sé si el virus o el miedo va a dejar la hucha vacía.
Tras la retirada estratégica, nuestros valientes neoliberales querrán intentar
de nuevo “la reconstrucción”, con un plan-marshall y los últimos barriles de
petróleo. ¿Podrán —les dejaremos— prender la mecha de la traca final?
Repito, no sé —ni tampoco sé si me importa— si de verdad es
el virus o si es sobreactuación por el miedo en un mundo en el que algunos se
sentían o nos sentíamos seguros, pero ahora hay gente despertando del sueño, y,
si no aprovechamos esta breve ventana de oportunidad que se nos concede, no
habrá otro aviso, y llegará la guillotina: el colapso por la falta de recursos,
o por lo desequilibrios ambientales, o por los virus, o por todo junto, porque
lo uno llama a lo otro. Por eso es el momento de no callar y señalar la salida.
Hay que advertir que, acostumbrados a todo lo que nos
parecía normal, aunque en realidad fuera tan raro y tan imposible, nos costará
adaptarnos a un tiempo de decrecimiento. “Decrecimiento” no es una palabra ni
una idea nueva. Lleva varios decenios madurando y desarrollándose. Me limitaré a dar algunas pinceladas, pero no seáis vagos y buscad más en
internet.
En un mundo que no puede seguir malgastando recursos
finitos (además con el coste ambiental y los desequilibrios y desigualdades que
no necesito ni quiero enumerar), es necesario sanear el metabolismo general
adaptándolo a los medios disponibles, y hacerlo de forma que lleguen los
nutrientes a todas las células: una producción y un consumo adaptados a las
necesidades reales, con una gestión racional de los recursos disponibles. Eso, desde
luego no da para los fuegos artificiales del consumismo. Pero. sin excesos,
quizás sí nos dé para una felicidad epicúrea extensible a todos, incluidos los
que ahora no están invitados a la fiesta.
Hace unos días, oí a alguien decir que las cosas que de
verdad valen no son cosas. Por supuesto, nos hace falta una base de bienestar
material, y deberíamos preservar como oro en paño las conquistas positivas de la
humanidad (pertenecen a la humanidad, aunque haya sociedades o sectores
sociales que no las han disfrutado). “Cosas” como el conocimiento o los
sistemas de protección social que forman el estado del bienestar; no me refiero
a servicios tan básicos como el agua corriente, sino a otros como la formación,
la información, la sanidad pública, la ciencia, el arte y las infraestructuras
necesarias para todo ello (los museos,
los teatros, los medios de comunicación). Y hábitos más saludables y baratos
que las compras o los viajes compulsivos (esos miles de aviones que llevan cada
día a millones de turistas, que desconocen su ciudad, a saturar las playas y
resorts da lo mismo a qué lugar con tal de que esté muy lejos; y el trasiego
irracional de productos, de acá para envasar allá y de vuelta para consumir acá,
o llevar naranjas a Valencia), y paro, porque la lista de la irracionalidad
sería interminable.
A cambio, tenemos a mano otras “no cosas”, como el cultivo de
la amistad, de la familia, de las aficiones, las tertulias con los amigos, el
deporte, el acercamiento a la naturaleza, que si nos molestamos en mirar está
ahí al lado. Quizás entonces descubramos y atendamos mejor las emociones
humanas. No se trata de llevar una vida ascética; ni tampoco de prescindir del
uso razonable de los de los medios que ha puesto a nuestra disposición la tecnociencia
y que mejoran la auténtica calidad de vida (que no hay que confundir con el “nivel
de vida”). No se necesitan demasiadas cosas para construir una civilización en la
que la economía y el trabajo no sean el fin, sino el medio para el ocio, más ausente
de lo que creemos —y más caro— en nuestra ajetreada civilización.
Pero no me engaño, no será fácil, porque todo esto
significa un vuelco de la maquinaria económica, que se resistirá como gato
panza arriba, y quién sabe cómo se pone el cascabel a ese gato. Tampoco será
fácil porque el crecimiento de la población mundial en el último siglo pone a
prueba la capacidad de carga del planeta y no está claro si con los recursos
disponibles se puede garantizar todo eso tan bonito que he dicho antes a los 7.700 millones
de personas que abarrotan nuestro globo o si tendríamos que apretar un poco más
el cinturón, hasta donde dé. Y aunque no debería decirlo, porque ahora estoy con el ánimo
positivo, aunque lo creamos, no estamos exentos de las crisis maltusianas.
En fin, presuntos lectores, si lo dicho no os suena bien como un ideal definitivo (yo tampoco creo que lo sea), tomadlo, al menos, como una necesidad coyuntural, hasta que sepamos cómo disfrutar de todo lo que este planeta podría ofrecernos sin maltratarlo, relacionándonos amistosamente con él. Mientras tanto, se trata de salvar un tiempo difícil, para que no nos decrezcan cortando por lo sano.