El
diario El País ha publicado una carta de mi amigo Jesús Álvarez
Sanchís en la que, con motivo de la polémica desatada por la
utilización de espacios de la Universidad Complutense de Madrid, de
la que es docente, para el culto católico, vuelve sobre el tema, ya
cansino, de la presencia de las creencias religiosas en las
instituciones públicas de enseñanza (y, por extensión, la abusiva
ocupación de los espacios públicos). Y no digo cansino por la queja
de mi amigo, sino por todo lo contrario: porque, increíblemente,
todavía hay que seguir batallando con uno de los fantasmas
persistentes de nuestra historia. No nos lo quitamos de encima. No se
acaba de entender que una democracia no es auténtica sin un espacio
público laico, como tampoco se acaba de entender lo que significa el
laicismo.
En
la polémica de la Complutense, los beneficiarios ni siquiera
admiten el cambio de un espacio por otro ante la necesidad de
reasignar las aulas por razones pedagógicas (esta gente siempre
quiere más y nunca se conforma). Pero, en el ¿otro? lado, las
autoridades universitarias, por rutina, por miedo al enfrentamiento
(algo muy típico en este país, que se refleja en los complejos de
esa parte de la izquierda que no se ha atrevido a romper los abusivos
acuerdos con la “Santa Sede”), o porque ni siquiera tienen una
convicción al respecto, tampoco han replanteado el simple hecho de
facilitar la disposición sectaria de un recinto educativo público,
y el fondo de la cuestión sigue intacto.
El
episodio tiene una especial significación por el lugar en el que se
produce. Las capillas religiosas en el templo de la ciencia suponen
una contradicción en los términos. El dogma es la antítesis de la
ciencia. Las verdades reveladas y finales son lo contrario del
conocimiento que se desvela poco a poco, navegando a través de la
incertidumbre, siempre sometido a revisión y prueba; un conocimiento
que finalmente acaba derribando las creencias míticas.
La Cosmología
o el Génesis; el evolucionismo o el creacionismo; la libertad humana
de elegir y abrir el propio camino en el mundo o el sometimiento al
guion marcado por un designio universal: son dos perspectivas
contradictorias del mundo, por más que, no sin malabarismos y, con
frecuencia, con violencia interior, muchos creyentes, obligados por
su parte racional, intenten compatibilizarlas, acomodando el dogma e
interpretándolo (lo que a veces les ha hecho también víctimas de
la violencia física por parte de los guardianes de la ortodoxia, de
lo que hay una larga experiencia histórica). Un ejercicio
comprensible desde el punto de vista psicológico, y ciertamente
respetable, pero que… pertenece a la esfera privada. Los
representantes públicos no pueden inmiscuirse en esa esfera, que es
la de la libertad individual, pero tampoco favorecerla poniéndose a
su servicio, y con mayor razón en el ámbito educativo. Los
católicos, los musulmanes o el Templo de Amigos de los
Extraterrestres tienen derecho a organizarse, a cuidar y celebrar sus
cultos en sus iglesias e incluso a compartir con otros conciudadanos
sus celebraciones festivas; un estado laico no lo prohíbe. Pero no
hablamos de eso, sino de las prebendas que proceden del secular
contubernio entre el trono y el púlpito, que atentan contra la
esencia de una sociedad democrática (que debe ser necesariamente
laica ¡incluso si todos sus miembros fueran fieles a una determinada
creencia!) y son ofensivos para los ciudadanos que tienen otras
sensibilidades. Y que quienes defienden y “exigen” (nada menos)
tales prerrogativas no digan que también para ellos es ofensivo que
otros se las nieguen. No es lo mismo defender un derecho que un
privilegio.