Decía en la anterior entrada de
este blog que la actual crisis sanitaria nos ha hecho descubrir traumáticamente
nuestra debilidad existencial. Casi de repente nos hemos despertado con el
sentimiento incómodo de estar desprotegidos o desnudos. Me gustaría profundizar
en esta idea.
Decía Ortega y
Gasset en La rebelión de las masas que “estamos tan acostumbrados a la
civilización que podemos creer que forma parte de nuestra naturaleza, sin
darnos cuenta de que es algo artificial, el fruto del esfuerzo de muchas
generaciones; que cuanto más crece es más difícil de mantener”. Damos por
supuesto que la prótesis de la civilización (consideremos este término como el
compendio de las conquistas que apreciamos como mejoras de la condición humana),
es un escudo que siempre nos defiende; que ya estamos blindados
frente a los peligros de la naturaleza y hasta que la propia naturaleza irá
quedando obsoleta ante nuestro seguro mundo de artificio. Pero ahora, el
organismo más simple de la naturaleza deja desnudo al emperador.
El miedo
podría hacernos pasar de frenada y pensar que la civilización es en sí misma un
error. Sin duda lo es nuestro modelo de civilización, pero ¿también la
propia civilización? Si fuera así, toda nuestra especie sería un error, un
camino equivocado. Tenemos manos y cerebro y esa combinación nos ha conducido a
la vía de la cultura para dar solución a los problemas, como una fórmula complementaria
a la biología. Somos culturales por naturaleza. No podemos dejar de serlo.
Producimos cultura como las abejas producen miel, y así es como hemos ido
construyendo la gran prótesis.
Ahora, las
películas posapocalípticas invaden nuestro imaginario colectivo. Cuando la mañana
del domingo salí a comprar el pan, todo parecía irreal. Solo algunos fantasmas
deambulaban por las calles vacías. La ciudad, el emblema de la civilización,
semejaba una escenografía hueca, y uno podía imaginar seres desprotegidos y
temerosos dentro de los edificios de cartón piedra. De pronto, la piel de la
civilización, que debería defendernos, nos parece demasiado fina.
Pero hay un
espacio entre el engreimiento y la denostación. “Es una buena idea”, dijo
Ghandi cuando le preguntaron. qué opinaba de la civilización. “Es una buena
idea”. La piel de la civilización puede protegernos. Las habilidades y los
conocimientos adquiridos socialmente son útiles para reducir las amenazas del
azar… pero a condición de mantener la piel en buen estado. Tras la conciencia
de fragilidad, esta es la segunda lección que nos convendría aprender, y ojalá
esta situación extraordinaria, en la que por una vez hemos puesto en cuarentena
los dogmas que habitualmente consideramos intocables, nos atrevamos a reconsiderarlos
y a darnos cuenta de que nuestra piel está seriamente infectada y nos conduce a
un shock séptico general. Y no me refiero a la crisis climática, sino a todo el
sistema tóxico que está en su origen. Hasta las serpientes cambian de piel
cuando la vieja no les sirve.
Adiós, Matrix;
Bienvenidos al mundo real. Paradójicamente, al despertar del sueño, nos parece
irreal lo que de verdad sucede, y algún amigo me ha dicho que añora el ajetreo,
el colapso de tráfico… la normalidad. Lo normal: el mundo como dios manda, de
privilegiados y parias, del business-as-usual, de la explotación y el
consumo compulsivos de recursos limitados, de la globalización sin
cosmopolitismo, en la que confluyen conflictivamente, sin amortiguador, todas
las tribus políticas, económicas y religiosas de la humanidad. Una olla en la que
nos cocemos a fuego lento, como ranas, sin enterarnos. Culebras que se
estrangulan por no cambiar de camisa.
Ojalá
aprovecháramos esta súbita interrupción del sueño para espabilar, pero me temo
que nos pase como a los pacientes catatónicos de la película Despertares,
que conocieron un breve periodo de vigilia para terminar volviendo a la catatonia.
A la normalidad. Hasta cocernos.
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