viernes, 26 de junio de 2015

RECUERDOS DE NEPAL. CAMINANDO ENTRE PLACAS TECTÓNICAS







¿Qué puedo contar de nuestra experiencia nepalí y cómo hacerlo? Tengo sensaciones encontradas. Vivir un terremoto de 7,9º y el correspondiente desastre humano no es cualquier cosa. Los amigos me dicen: ya tienes material para otro libro, para otra novela. Pero yo les digo: No, eso no voy a hacerlo. Sería una estafa y una frivolidad: unos días en otro país no invisten a nadie de la sabiduría que se requiere para poder hablar con propiedad sobre él, y la experiencia del terremoto no deja de ser también superficial. Casi como verlo en la pantalla de plasma. Sí, también oyes, y hueles, y conoces a personas que son verdaderas víctimas, nuestros guías y porteadores que se han quedado sin casa, y todo eso desata los sentimientos, pero, incluso cuando has estado expuesto a algunos riesgos potenciales y a algunas incertidumbres, tú no eres en realidad una víctima como ellos. Tienes empatía y puedes imaginar su sufrimiento, pero saber, lo que se dice saber, realmente no sabes. Claro que la capacidad de ponerse en la piel de los otros es la madre de la ficción, pero se necesita una inmersión mucho más profunda en el drama real para entender de verdad y hacer que otros la entiendan. 
            Así que, lejos de la ficción, hablaré, sobre todo, de impresiones y emociones personales que, como tales, siempre son auténticas. Aunque me detenga en algunos momentos excepcionales, tampoco pretendo hacer la crónica secuencial y detallada de unos días en la montaña; ni la radiografía de un país que apenas conozco, al que me he asomado tan superficialmente. Sólo he ido allí a hacer senderismo (“un trecking”: suena más emocionante; la ilusión de vivir una aventura). Hemos estado de paso en dos ciudades más extrañas que exóticas y hemos caminado unos días a lo largo de un valle de montaña majestuoso, apabullante, a ratos sobrecogedor.


Nuestro universo: el valle del Marsyangdy



“El valle”. Ha sido el escenario central; una brecha por la que discurre un río de nombre que al principio me parecía impronunciable y ahora me resulta familiar, el Marsyangdy. No se trata de un simple surco excavado por la erosión, sino de una larga y profundísima hondonada geotectónica entre dos enormes pliegues de la corteza terrestre levantados por el empuje colosal de dos placas, de dos búfalos telúricos que entrechocan su testuz. Hemos remontado el valle, y me habría gustado decir que la experiencia ha sido como un viaje místico o iniciático, de transformación personal, como en esos periplos de las películas a lo largo de las interminables rutas americanas (Thelma y Louise) u otras que también tienen a veces como protagonista un río: Apocalypse Now (o la novela que lo inspiró, El corazón de las tinieblas), El río de la vida, y otras parecidas. Bueno, quizás sea exagerado verlo así, pero ¿qué es o a qué sabe la vida si no se sazona con una pizca de fantasía o de romanticismo? Además es cierto que hemos vivido una experiencia intensa que nos ha dejado huella y nunca olvidaremos.
Nos adentramos en el valle desde Besisahar por un camino que uno juzgaría imposible incluso para los vehículos todoterreno en los que fuimos agitados como en una coctelera hasta llegar a Jagat. Esa prueba extrema nos unió: entramos en la batidora como individuos y salimos mezclados, como un grupo, como una piña (“piña colada”). A lo mejor fue allí donde a algunos empezaron a licuárseles las tripas, aunque echaran la culpa de la cagalera al agua con que se cocinaban las comidas.

En la Gran Estupa de Kathmandú, cuando no sabíamos lo que nos esperaba

A medida que remontábamos el río y nos conocíamos, íbamos afianzando el equipo. Soy un desastre para los nombres, y temía llegar al final del camino sin terminar de memorizarlos, pero esta vez me resultó fácil. Había pequeñas comunidades que lo facilitaban, la familia Domínguez: Maisi-Jaime-Samuel (el alevín, que nos daba cien vueltas en tantas cosas a los viejos); la familia García: Juanjo, el gran organizador que resolvió con nota todos los problemas de intendencia, Salvador y Guillermo (el otro joven suficientemente preparado, que tapó los enormes agujeros que los de generaciones anteriores tenemos con el inglés e incluso se atrevió a hacer algunos pinitos con el nepalí, y que, invirtiendo los papeles naturales, marcó siempre de cerca, y tuvo que salvar de los peligros a su padre, Salvador); Luis y Puri, que fueron los pioneros de la cagalera y que consiguieron llegar los primeros a su meta de Manang… donde finalmente nos estancamos todos; Pepa y Bego, “las segovianas”, casi más que una familia, siamesas inseparables a las que, con mi proverbial agudeza fisonomista sigo confundiendo; Javi, el más cachondo, y el siempre animoso Alberto, dos colegas de fatigas cerveceras, dos singles que andaban siempre al rebufo de las anteriores, con las que hicieron muy buenas migas; Elo, que subía bien, pero a la que le costaba bajar, y Pilar, a la que no le costaba bajar pero le costaba subir y a la que el terremoto le libró del bochorno de rajarse antes de afrontar los 5.400 metros del Thorong-La-Pas; Celso y José Luis, los dos Iron Men para quienes nuestras marchas eran un simple divertimento y hacían kilómetros extra de acá para allá para fotografiar toda planta que se les pusiera a tiro o por puro masoquismo, y nos dejaban en mal lugar al resto de los sesentones (también ellos lo son), aunque bueno, todos los talluditos –por decirlo de manera amable– nos defendimos bastante bien; Angelines y Rafa, una simbiosis fraternal imposible de describir: ella (un torbellino de buen rollo a la que nadie puede parar) cuidándole a él, y él –anda que no es listo el tío– dejándose querer; y Soraya, siempre pendiente de los guías y porteadores;  y Juan Manuel (Pirri para los amigos), ejerciendo de intelectual pero siempre cercano; y el menda, José David, un verso suelto que se siente privilegiado por haber encontrado un lugar en tan estupenda composición y haber compartido la aventura con un equipo tan amigable y tan generoso. Todos hemos aportado nuestro particular aroma al cóctel.
Entre Jagat y Manang, durante siete intensos días de día y vuelta, el valle fue nuestro universo. Un mundo acotado entre dos paredones, pero de unas dimensiones tan colosales que uno no puede sentirse de ninguna manera encerrado. Sin duda es, como dicen, uno de los paisajes  más impresionantes del mundo. 



Como fondo siempre está el Marsyangdy, el río bravo que recoge el tributo de innumerables cascadas que se despeñan desde alturas invisibles y corre acelerado, chocando y enroscándose entre los bloques de roca caídos al cauce desde las laderas. El rugido del agua es una música que no cesa, un elemento más del paisaje al que uno se acostumbra y que llega a ser relajante en el silencio de las noches.
 Es increíble lo variado que puede llegar a ser el panorama entre dos farallones rocosos. La vegetación cambia a medida que se remonta el valle: primero los bosques de piceas y los rododendros en flor; luego los abetos altos y enhiestos y los pinos. En unos tramos las laderas son muros verticales; en otros, se abren y se suavizan. En ocasiones, el fondo de valle se ensancha y cobija aldeas y campos de cultivo; en otras, se estrecha para dejar pasar a duras penas el agua, y ha sido necesario tallar la senda o el camino en la roca viva. 
Pista para vehículos atrevidos
Entre Jagat y Tal, la ruta abierta hace pocos años para vehículos todoterreno se veía desde el otro lado del valle como una roza apenas perceptible en el muro del abismo. Sólo mirar producía vértigo. (Días más tarde, volvimos por allí y supimos que, durante su construcción, las voladuras se habían cobrado la vida de veinte militares.)



Skyline de una ciudad fantasma sobre la roca pulida

En Tal (no es un apelativo genérico, como tal y cual, sino el nombre de un pueblo), el valle se abría y, más allá, entre Chame y Lower Pisang, en el flanco de una gran curva, a lo largo de varios kilómetros, la roca, una cortina continua y altísima, parecía que hubiera sido alisada con una gigantesca pulidora, y la nieve que permanecía en un equilibrio inestable en sus partes más altas, debido a los deslizamientos, formaba extraños dibujos verticales que recordaban el skyline de una ciudad fantasma de los atlantes o los titanes que pulieron la roca (“Los nevados montes, palacios de la naturaleza”, escribió Mary Shelley)

Se ven también las primeras montañas. Digo “montañas”. Hasta entonces, habíamos divisado ya algunas cumbres nevadas, tan altas como los Alpes, pero nuestros guías nos miraban socarrones y nos decían con displicencia: “Colinas; sólo colinas”. Pero ahora, por encima de los altos muros, asomaban verdaderos monstruos. 


Caminando entre restos de aludes

Durante casi toda la ruta, las paredes del cañón no nos dejaban ver lo que había más arriba, las alturas de donde procedían las cascadas o los restos de aludes que íbamos encontrando, pero en algunos lugares la senda ascendía y las murallas no bastaban ya para ocultarnos del todo las colosales moles que se alzaban más allá. Por encima se dejaban ver algunos picachos blanquísimos, algunos esquivos y lejanos, como el Manaslu, la octava montaña del mundo, por el que la vista trepaba hasta perderse entre las nubes, dando el relevo a la imaginación.  

La misma tarde que llegamos a Lower Pisang (el inglés se ha impuesto hasta denominar así a Pisang de Abajo) subimos a un pequeño monasterio budista en Pisang de Arriba (Upper Pisang) y fue allí donde por fin tuvimos la revelación, sin tener que mirar por encima de la venda: la mole interminable del Anapurna II, un coloso al que le faltan unos pocos metros para entrar en el club de los ochomiles, aunque de haber tenido esos metros extra tampoco los habríamos visto, porque el monte, tan pudoroso como el Manaslu, no quiso desnudar del todo la cumbre de su vestimenta de nubes. Pero lo que vimos nos dejó sin aliento. Nosotros estábamos s 3.500 metros, pero sabíamos que lo que teníamos enfrente escalaba el cielo todavía cuatro kilómetros y medio más. Uno echaba cuentas midiendo los accidentes visibles y los cálculos no salían: se perdía la escala. Cualquier pequeño detalle podía tener centenares de metros.  
Morrenas erosionadas flanqueando el valle
Poco antes de llegar a Lower Pisang el valle, más amplio, está flanqueado por restos de antigua morrenas, de varios cientos de metros de altura, testigos del glaciar que debió de recorrer el valle durante la última glaciación. Son acumulaciones de tierra con incrustaciones de bloques rocosos y la intensa erosión ha dado lugar a extraordinarias formaciones, como las “chimeneas de brujas”, que recuerdan a los conocidos paisajes de Capadocia. Es también una tierra que permite los cultivos, y allí se han instalado algunas aldeas, como Upper Pisang, que están rodeadas de pequeños campos aterrazados, con muros que tratan de contener a duras penas el inevitable destino de la morrena, que poco a poco van rindiéndose a la erosión. El Marsyangdy terminará llevándosela entera al Ganges, que la arrojará al mar o la aprovechará para mantener su delta, el mayor del mundo, con más de 100.000 km2
El recorrido desde aquí a Manang lo hicimos sobre estas tierras de morrena, y por fin pudimos contemplar sin trabas el macizo de los Anapurnas, aunque algunos andrajos de nubes se empeñaran todavía, con escaso éxito, en disimular las cimas. Las blancas moles eran un imán. Los ojos no podían apartarse del espectáculo e hicimos esta parte del camino hipnotizados.

Así, en trance, llegamos a Manang, donde pernoctamos sin saber la sorpresa que nos depararía el día siguiente, 25 de abril. Al despertar, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, el trance seguía allí: otro coloso del macizo de los Anapurnas, el Gangapurna que se alza hasta 7.450 metros, una de esas montañas difíciles que nadie consiguió conquistar hasta los años sesenta del siglo XX, se alzaba ante nosotros en todo su blanco esplendor. El Gangapurna tiene un glaciar que llega hoy hasta media falda. De él sale una corriente que al llegar abajo se estanca en un lago del mismo nombre, antes de salir por el otro lado partiendo en dos la antigua morrena terminal, cuando el glaciar llegaba hasta el valle. El conjunto adorna a Manang con un telón de fondo deslumbrante.
El Gangpurna, con el lago y  la antigua morrena
(Imagen de internet)
Lo describo no sólo por la magnificencia del paisaje, sino porque fue aquí, ese día, el 25 de abril, tres minutos antes del mediodía, donde nos sorprendió uno de esos grandes fenómenos telúricos que muy poca gente ha podido experimentar: el gran terremoto que como supimos más tarde había devastado Kathmandú y muchos pueblos de Nepal. Un terremoto de7,9º que movió no sólo Nepal, sino también una parte de la India, Bangladesh y China. A nosotros también se nos movió el suelo, durante un interminable minuto, como si estuviéramos sobre una cinta vibrante. La cinta era la morrena del glaciar. Habíamos subido allí, hasta 3.800 metros, como parte del programa de aclimatación para prevenir el mal de montaña, ante las etapas que nos esperaban en las siguientes jornadas, cuando debíamos alcanzar los 5.416 metros del Thorong-La-Pas. Hacía un día magnífico. Habíamos alcanzado primero el lago. Alguien, (no sé quién fue el sacrílego, pero de saberlo no lo diría) tiró una piedra para hacer el salto de la rana, e inmediatamente nuestros guías, escandalizados, nos advirtieron de que era el lago más sagrado del hinduismo, la madre del Ganges, donde muchos devotos acuden en peregrinación para hacer abluciones y rezar. Nosotros también hicimos abluciones y guardamos un minuto reparador y respetuoso de silencio. De allí, subimos a la morrena pisando algunos tramos de nieve, y nos detuvimos arriba en una zona de explanada para disfrutar del paisaje. Entonces, como si el Gangapurna se hubiera enfadado por la anterior profanación, zarandeó el suelo bajo nuestros pies e inmediatamente despeñó un enorme y estruendoso alud que vimos bajar sólo durante unos segundos, porque muy pronto una nube de nieve en polvo veló la vista de la montaña, y algo parecido sucedió a nuestra izquierda, en el Anapurna III, y suponemos que también por todo el macizo. Cuando la neblina desapareció, tuvimos la impresión de que el propio glaciar del Gangapurna se había roto y había cambiado su fisonomía. Algunos habíamos subido un poco más, a un pequeño mogote del terreno, donde la morrena caía a pico sobre el otro lado. Más tarde, pensamos que podía haberse fracturado, arrastrándonos en la caída.
Maisi pasó uno de los peores momentos de su vida. Jaime y Samuel se habían apartado también de los demás y no respondían a nuestras llamadas. Cuando por fin aparecieron, se desmadejó emocionalmente. A todos se nos encogió el corazón.  
Decidimos bajar a Manang. En el pueblo, la gente, asustada, había salido de sus casas. Aunque no conocíamos el alcance real de lo sucedido, éramos conscientes de que habíamos vivido algo excepcional. Sólo por la tarde, a través de las noticias de radio que nos transmitían los lugareños, nos enteramos de los desastres causados en otras partes del país. Las informaciones que llegaban de Katmandú y otros lugares eran alarmantes.
El terremoto había dejado a la aldea sin luz ni wifi y no pudimos comunicarnos con nuestras casas. Sobre todo, nuestros guías y porteadores, que procedían de la zona de Kathmandú, estaban alarmados por la suerte que pudieran haber corrido sus familiares.  También supimos que el Thorong-La-Pas había quedado bloqueado, que Manang, donde nos encontrábamos, era el último punto al que se podía llegar de la ruta, de dónde no dejarían pasar, y que la situación en Kathmandú era caótica.
Al día siguiente, como la mayor parte de los senderistas que, como nosotros, habían quedado atrapados en Manang (y en los otros pueblos aguas abajo, como supimos más tarde), nos pusimos en marcha desandando el camino que habíamos hecho, pero ahora a marchas forzadas. No sabíamos si podríamos salir del país según lo previsto. El teléfono de Juanjo funcionaba y fue nuestro contacto con el mundo. Algunos eran partidarios de adelantar en lo posible la salida del país. Durante el descenso fuimos recibiendo noticias de que la embajada de España iba a fletar un avión que saldría de Kathmandú el martes 28 de abril, pero no teníamos forma de llegar a tiempo. Además, supimos que Pokhara, donde teníamos programados dos días de estancia, no había sufrido daños apreciables, así que decidimos que lo mejor sería esperar allí acontecimientos y que nuestros guías regresaran a Kathmandú.

El día después


Fueron dos días interminables, de auténtica paliza. En los pueblos, la gente había plantado tiendas de campaña e improvisado toldos sujetos con bambúes y cuerdas. En Lower Pisang, donde paramos a comer, sufrimos una réplica del terremoto que derribó una casa. Luego, por la tarde, otra réplica provocó un deslizamiento de rocas a nuestro paso. 

Paisaje después del terremoto
Algunos estábamos en la línea de fuego y cuando el desprendimiento cesó hubo otro momento de emoción: Guillermo se abrazó a Salvador, su padre, que había corrido en la dirección equivocada (y luego le echó una bronca). Este episodio no era un hecho aislado. Los deslizamientos habían interrumpido el camino por varias partes. Eso nos convenció de que el valle se había convertido en una trampa y había que acelerar en lo posible la llegada a Pokara. 


Vértigo: el camino en la roca


Así llegamos a Tal, donde pernoctamos para esperar a los todoterreno que nos llevarían a Besisahar (no podían pasar más allá de Tal por las condiciones del camino). Desde Tal, mientras algunos esperaron su llegada, otros preferimos ir avanzando a pie para minimizar en lo posible el movimiento de las cocteleras rodantes. Eran los kilómetros más abruptos de la ruta, el tramo por donde discurre colgada sobre el abismo, y a los incautos que decidieron recorrerlos a bordo de los coches se les pusieron los congojos en las anginas. Nunca olvidarán su osadía. Finalmente, todos tuvimos que someternos de nuevo a la orgía de botes, zarandeos y coscorrones (con rotura del eje de uno de los coches, como ya había sucedido la primera vez), pero ahora estábamos curtidos por un terremoto, y pasamos la prueba jaleando los chichones sin dejar de bromear. Fue una magnífica exhibición de la fortaleza del grupo, que en medio de la incertidumbre de aquellos días, y hasta el final de la aventura, se mantuvo no sólo cohesionado, sino emocionalmente solidario, y me maravilla que haya sido así a pesar de la heterogeneidad de los componentes. Para mí, mis compañeros fueron un ejemplo de calidad y calidez humanas. Luego lo han demostrado con su empatía y solidaridad hacia las víctimas nepalíes. Estoy orgulloso de ellos.   
En Besisahar terminó nuestro trecking, pero todavía quedaba por vivir otra aventura, la del espectáculo del drama humano, aunque antes pasamos unos días de asueto en Pokkara, adonde llegamos en autobús por una carretera (“muy buena”, según me dijo un representante del hotel que nos acompañó en el viaje) por la que también fuimos botando durante cuatro horas y media para recorrer 200 kilómetros.



No, aunque lo creáis, no me he olvidado de la parte más humana de nuestro recorrido por la montaña: de las aldeas y de sus gentes y de nuestros porteadores y guías.



Rueda de oración de Lower Pisang
El valle, y sus laderas, allí donde la topografía lo permite, están jalonados de aldeas y la impresión que uno tiene a primera vista es engañosa, en especial a lo largo del camino que se abrió hace unos diez años para facilitar el acceso y el suministro. Hasta entonces, la comunicación se hacía a pie o a lomos de caballería. Hoy, los vehículos todoterreno, las motos y algunos tractores recorren el valle y, aunque el viaje se haga en las condiciones penosas que he descrito y lleve horas hacer algunos kilómetros, los pueblos a lo largo del camino están abastecidos y han podido dotarse de infraestructuras al servicio de los excursionistas extranjeros, chiringuitos minúsculos donde comprar agua y las cosas más elementales y, sobre todo, los albergues (lodges) que, con algunas diferencias de calidad, parecen cortados todos por el mismo patrón y que han dado  a los pueblos una fisonomía nueva que no tiene que ver con la arquitectura tradicional. Hay que aguzar mucho la vista para descubrirla por detrás de los trampantojos al servicio de los turistas, pero a medida que se sube se van viendo más y más casas tradicionales, y ya en la parte más alta del recorrido, en especial si se abandona la pista de coches, uno se encuentra con aldeas inalteradas, que parecen dormir fundidas en el terreno, pero a la entrada y a la salida nunca faltan los arcos de bienvenida y las ruedas de oración, algunas muy ostentosas.   


Se puede tener la tentación de criticar las novedades que desvirtúan la arquitectura original, pero uno piensa que sería una crítica injusta cuando se contempla la miseria que reina en estos pueblos más “auténticos”. La primera impresión que tuve sigue vigente: es la prehistoria con algunas antenas parabólicas y móviles. Por mi profesión de arqueólogo no podía menos que hacer comparaciones, y estoy seguro de que nuestros antepasados de la Edad del Hierro en Castilla vivían con más desahogo que estas gentes tan amables, tan bellas, tan coloristas (más las mujeres que los hombres, que, como en nuestro occidente, parecemos seres en blanco y negro), tan olvidadas… con las que me hubiera gustado intimar más allá de los saludos (Namasté) y de las sonrisas de aceptación o de complicidad que quieren decir “Hola, amigo, sólo cruzamos nuestros caminos, nuestras miradas, pero no eres un extraño”. Aunque en realidad persiste la infinita distancia y me resultaba difícil no dejar de sentirme un extraterrestre de paso. Nosotros volveríamos a nuestro primer mundo, mientras ellos seguirían allí, en los pueblos que se confunden y apenas resultan visibles contra el fondo del paisaje y que no dejan de parecer hermosos a pesar de sus casas tan humildes y de sus calles accidentadas,  de tierra y piedras, y de la suciedad que no sería honesto ocultar o disfrazar en aras de una idealización de lo prístino, de lo incontaminado por la civilización. Me dolió lo que vi cuando, en Upper Pisang, se me acercó un hombre con aspecto de aldeano pobre, casi andrajoso, con la dentadura descuidada, pero sin duda más joven de lo que aparentaba. Me dijo que era el maestro y pedía ayuda porque carecía de los medios necesarios para llevar una escuela. Hablaba inglés, sabía dónde estaba y se le veía decepcionado. Puede haber dignidad en los pobres, pero la pobreza, sobre todo cuando va unida a la desigualdad, es indigna.

Namasté, amigos



Un saludo a la cámara para todos los lectores del blog


Me llamó la atención el contraste con la imagen de los niños que hasta en estos lugares tan remotos acuden a clase uniformados y limpios. Ellos ilustran la primordial igualdad humana. Tienen la mirada todavía incontaminada y sonríen igual que los de todas partes, son igual de tímidos o de curiosos y juegan igual (recuerdo a un niño y una niña pasando un trozo de césped por encima de una cerca, como si fuera una pelota de bádminton usando sus manos como raquetas). Es fácil identificarse con ellos. Frente a ellos, uno no se siente extraterrestre. Pero, al verlos, no se puede dejar de pensar en lo que les espera en un mundo en el que las oportunidades están tan mal repartidas.
Nuestros guías: Bhuban, "Pedrito" y Laxman
También se acortaba la distancia en el contacto con los guías y porteadores. La cercanía diluye la extrañeza. Al hablar con ellos, en español con Sunhil (el increíble “Pedrito”, que lo ha aprendido por internet), o en nuestro inglés chapurreado con Bhuban o alguno de los otros, era fácil sintonizar y experimentar la similitud de las inquietudes humanas que se camufla bajo las apariencias de la superficie.  Ni siquiera es necesario hablar cuando hay voluntad de entenderse. Y si no que se lo pregunten a Pilar, que no sabía ni papa de inglés y mantenía no sé qué clase de disquisiciones con todo indígena que se le pusiera por delante. Las chicas tenían un don especial para eso. Desde la primera vez que se presentó la oportunidad de conectar más allá de la convivencia, ellas lo hicieron todo mucho más fácil. Ellos, los guías y porteadores, empezaron a cantar y a moverse  como bambúes cimbreándose al viento y ellas, más desinhibidas que nosotros y más emocionales. Resham Firiri, una cantinela monótona que ellos prolongaban para que no terminara nunca, porque en realidad era la forma de hablar, de comunicarnos, de decir: nuestras vidas se han encontrado de manera coyuntural, procedemos de mundos tan distintos, pero deseamos transmitirnos mutuamente que no somos diferentes. Resham Firiri: una canción tradicional nepalí, un lenguaje universal, la alegría y el milagro de la comunicación. (Pero también el rock: recuerdo con cariño el día anterior al terremoto,  bajando del monasterio budista de Upper Pisang, con Pedrito abrazado a mí y cantándome canciones de los Doors y de los Beatles, que se las sabe enteras el tío. Es un lazo que  nos unió tanto como las discusiones filosófico-religiosas que mantuvimos. Para mí es un ejemplo de cómo las discrepancias pueden ser un nexo cuando se brinda  la amistad y hay voluntad de entenderse).
No los olvidaremos. Todos perdieron sus casas en el terremoto, estaban preocupados por sus familias, pero no quisieron dejar de ayudarnos.


Pokhara. El lago Phewa


A la espera de recibir información sobre la forma de salir de Nepal, los días de Pokhara transcurrieron en una especie de limbo.  Estábamos en una ciudad donde parecía que no hubiera ocurrido nada, al margen del desastre de su país, y nos alojamos en un magnífico hotel donde nada faltaba. Una calma extraña que a algunos se nos hizo larga. Comimos en restaurantes, hicimos compras y visitas turísticas (las hoces del río Seti, el  complejo templario de la diosa Bindabashini (una de las manifestaciones de Kali) donde se celebran bodas y los invitados visten sus coloristas galas, la catarata Devi  (Devi’s Fall), el lago Phewa, la estupa de la Paz Mundial). Yo aproveché el día libre para callejear sin rumbo por la ciudad. Callejear es un decir: no hay callejas. Sí hay calles flanqueadas por bloques en línea, pero, son más comunes las calles a las que se abren los huertos o terrenos abiertos dentro de los que se construyen pequeños bloques aislados para varias familias, o casas unifamiliares. Es en gran parte una ciudad nueva que ha crecido sobre todo en las últimas décadas, tras romper su aislamiento y conectarse por carretera ¡en los años sesenta del siglo XX! Para mí, como tal ciudad no tiene un especial encanto, aunque se beneficia de un paisaje poderoso y espectacular de colinas verdes con bosques subtropicales; y el lago. La bruma lejana nos impidió ver las cumbres del Himalaya, que aquí se alzan imponentes, desde mil metros hasta más de ocho mil, pero aun así, el verdor, el lago y las colinas configuran un entorno privilegiado.
Como Kathmandú, Pokhara es una sucesión de tiendas y pequeños negocios, para turistas en la calle principal paralela al lago, donde se concentran los restaurantes, y para los ciudadanos autóctonos en otros sectores urbanos. Como en Kathmandú, los locales comerciales no sólo ocupan todos los bajos de los edificios, sino también el espacio entre bloques, donde se suceden los chamizos construidos con materiales endebles y cubiertos con chapas sobre las que se acumulan neumáticos, piedras o cualquier objeto pesado, para que no se las lleve el viento. Hasta una bañera, pude ver sobre un cobertizo en la misma entrada de un hotel.
El descanso tiene caducidad. Después de la holganza, nos esperaba, de nuevo, Kathmandú. Fuimos allí en un vuelo de Buddha Airlines. El aeropuerto de Pokhara es como una antigua estación de autobuses más bien destartalada, con sanitarios a juego. Allí (no en los sanitarios, sino en la sala de embarque) coincidimos con Carlos Soria, el abulense que persigue la hazaña de conquistar todos los ochomiles con más de 70 años, y su equipo, que se dirigían a Katmandú tras desistir de subir al Anapurna, donde esperaron inútilmente una ventana de buen tiempo durante casi dos meses. Uno de ellos, que le acompaña habitualmente en sus expediciones, es médico, y nos dijo que había decidido quedarse en Kathmandú para ayudar en unas circunstancias tan difíciles. En Manang también habíamos coincidido con un grupo de médicos (no recuerdo de qué país) que habían tomado la misma decisión.

Dando color a la carretera





En nuestra primera visita, Kathmandú ya nos había llamado la atención por su aspecto caótico. “Kathmandú”: a los oídos occidentales es un nombre con resonancias míticas. Evoca los misterios de Oriente. Pero hoy es una aglomeración que tiene los inconvenientes de las urbes occidentales acentuados por la insalubridad y el enorme desorden urbanístico. La ciudad ocupa una hondonada rodeada de colinas, donde el aire  contaminado por el polvo y el tráfico apenas se renueva y la gente debe usar mascarillas, como en otras muchas grandes urbes asiáticas. Un olor acre, en el que todo se confunde, satura la atmósfera. Las marañas de cables, imposibles de desmadejar, se han adueñado de la franja que discurre por los laterales de las calzadas; los electricistas deben de ser unos genios, si se aclaran. Pero el mayor exponente del caos es el tráfico. No hay semáforos y los vehículos, sobre todo autobuses y motos (hay pocos turismos, que se ven aún menos en las carreteras interurbanas, casi monopolizadas por los autobuses y camiones pintados y tuneados con adornos barrocos), maniobran entre una algarabía de pitidos incorporándose como pueden de una arteria a otra (muchas de ellas sin asfaltar y llenas de baches) o adelantándose sin que, inexplicablemente, se produzca el colapso. Así que es cierto eso de que del caos siempre surge, finalmente, de manera milagrosa, algún orden.


Bakhtapur, ciudad Patrimonio de la Humanidad.
El barrio comercial de Tamel es un gran bazar callejero al servicio de los turistas, y es difícil no caer en la tentación de comprar sea o no sea necesario. Entiendo la atracción que puede tener para muchos visitantes, pero puede resultar agobiante para otros. Yo no habría aguantado más de la tarde que pasamos allí. Del resto de la ciudad, vale la pena visitar los diversos complejos rituales y palaciegos, que conforman aglomeraciones abigarradas de monumentos: el santuario de Swayambhunath, con sus descarados monos; , el gran conjunto funerario hinduista de Pashupatinah, junto al río Bagmati; la Gran Estupa de Bouddhanath; Patán y… la plaza Durbar del centro de la ciudad, que nosotros quisimos ver en nuestra segunda estancia, pero no pudimos por las obras de desescombro que se estaban realizando debido a la destrucción producida por el terremoto. Por desgracia, son estos complejos los que han sufrido más daños. Pudimos comprobarlo directamente en la cercana ciudad de Bakhtapur, uno de los principales centros de la monarquía histórica. El conjunto es con todo merecimiento Patrimonio de la Humanidad. Los edificios son monumentales y hermosos, pero sin una estructura que los ate, por lo que se han desintegrado al moverse los ladrillos o las piedras con que fueron construidos. El desastre ha sido enorme y uno se pregunta cómo podrán acometer la reconstrucción en un país tan pobre y que tiene hoy tantas necesidades. En el pasado, a raíz del terremoto de 1934, consiguieron levantar los monumentos caídos, pero entonces había una monarquía que podía concentrar los recursos al servicio de sus intereses. Hoy necesitan ayuda internacional.
Callejeando por Kathmandú
Nuestro recorrido por las calles de Kathmandú,  nos permitió comprobar los efectos del terremoto. Murieron varios miles de personas, pero la destrucción no era tan visible como mostraban las imágenes de la televisión. Muchas calles no mostraban signos externos de seísmo, y el tráfico seguía siendo el mismo flujo incomprensible de vehículos siempre a punto de colisión, pero de vez en cuando aparecían las ruinas de algún edificio o grupo de edificios, o algunas calles llenas de cascotes que mostraban los daños causados en inmuebles que se mantenían en pie, y hacinamientos de personas contemplando la acción de los bomberos. En todos los espacios abiertos, se habían instalado tiendas de campaña o toldos para acoger a la gente y sus enseres a la espera de recuperar la tranquilidad. 

Siega en Kabresthali

También pasamos una tarde en Kabresthali, la aldea de Pedrito y de los guías. Está formada por un pequeño núcleo compacto y muchas casas diseminadas por las laderas aterrazadas en el borde del valle de Kathmandú, en un entorno de aspecto bucólico, y los campos invitan a pensar en una agricultura pujante, pero es una impresión engañosa. La vida aquí es muy sencilla y casi tan al límite como en las aldeas de montaña. Las gallinas campan a sus anchas por las calles sin asfaltar y las pequeñas parcelas se trabajan por métodos tradicionales. Un grupo de mujeres estaba segando con hoz un pequeño campo de no más de un cuarto de hectárea. Es una agricultura de subsistencia, con unas gallinas, un yak para arar los campos y dar leche.  Hay algunas viviendas construidas recientemente con materiales modernos y al estilo recargado, con falsos frontones y columnas, que se ha generalizado en el país, pero la mayor parte son construcciones de ladrillo poco cocido y sin estructura de atado que se han hundido o han sufrido grandes daños por el terremoto. Nos llamó la atención la resignación con la que parecían asumir su (mala) suerte. Tenían miedo físico, pero no muchos bienes que perder, y la pobreza parece haber desarrollado un sentido fatalista de la existencia.  
La pobreza parece endémica y generalizada en Nepal. Uno tiene la impresión de que no existe un gobierno social que estimule la economía del país y saque a la  gente de la marginalidad, y seguramente no son infundadas las quejas de que las autoridades acaparan la escasa riqueza en su beneficio. No hay signos de industria (no recuerdo haber visto una sola fábrica), y la agricultura, que podría desarrollarse con técnicas modernas e industrias de transformación,  no sale del nivel de autoconsumo. Los únicos ingresos netos aparentes son los generados por el turismo, que ahora se verá muy resentido, que además son en buena medida acaparados por el gobierno que recauda la tasa de entrada de extranjeros. En fin son impresiones, pero tan fuertes que, aun teniendo en cuenta la simplificación, deben de parecerse en algo a la realidad. 
Este es el país que dejamos. Al salir, en el aeropuerto, un perro sarnoso se buscaba la vida tirando y revolviendo los cubos de desperdicios, sin dejarse intimidar por la gente que intentaba alejarle. Luego, en el avión, el Himalaya se mostró en toda su magnificencia. Seguimos su flanco sur a lo largo de más de una hora y la cadena blanquísima parecía no acabar nunca. El encuentro de los dos búfalos telúricos era tan evidente que uno se pregunta cómo es posible que el mecanismo de la tectónica de placas no se conociera hasta los años sesenta del siglo XX. Claro que todo es fácil de explicar una vez descubierto.
Nepal es un país hermoso y no podremos olvidar jamás la experiencia extrema que allí vivimos. Sus gentes y su futuro, no serán ya nunca ajenos. El grupo de whatsapp que hemos formado es un cordón umbilical que nos une a nuestros guías y, a través de ellos, a un pueblo integrado por gente como nosotros pero con peores papeletas y que merece mejor suerte y ayuda para salir de la trampa de la pobreza. No se trata de una plaga bíblica llegada en un meteorito del espacio exterior; tiene responsables humanos y tiene que ver, ay, con este (des)orden que tanto conviene a los intereses y la avaricia de los poderosos. En un mundo (mal) globalizado, su suerte es nuestra suerte: no puede haber futuro para nadie en esta desigualdad extrema.
 Algunos de nosotros volverán algún día a recorrer los hermosos valles de Nepal, a contemplar con asombro sus cumbres interminables, a encontrarse e intentar conectar con sus gentes, mucho más que mediante unos simples conjuros, Namasté y Resham Firirí. Ojalá entonces haya empezado a romperse la trama infame de injusticia y pobreza. 

Nota.- A causa del desastre natural, el turismo, que es la principal fuente de recursos externos, ha caído de manera dramática. Algunos hoteles y organizadores de rutas turísticas han invitado a visitar el país, a principios del mes de septiembre, a representantes de varios países, entre ellos a miembros de nuestro grupo, para que transmitan al mundo que necesitan la vuelta de los visitantes, que serán recibidos, como siempre, con amabilidad y encontrarán una infraestructura que les hará agradable y cómoda la estancia.






GALERÍA DE IMÁGENES

(Lo siento, amigos, pero no controlo las herramientas del programa del blog y no consigo maquetar las fotos como me gustaría, así que incluyo una pequeña muestra)







Manang, con el Anapurna III y el Gangapurna. Imagen tomada de Internet. 





Bakhtapur


Paatán (Kathmandú)

Patán (Kathmandú)






martes, 7 de abril de 2015

55 AÑOS DESPUÉS


Incorporo a este blog el relato "55 años después", publicado en la versión digital de la revista 15-15-15 (http://www.15-15-15.org/webzine/2015/04/06/55-anos-despues/). Mis sufridos lectores reconocerán las relaciones con mi novela El archivo de Göttingen“, de la que estas páginas quieren ser el embrión de una secuela todavía algo lejana.   

Ilustración: Ariadna Uve

Me llamaban Carmelo el Becario. Ese era yo en el viejo mundo, antes del colapso. Tenía entonces 25 años. Ahora, entre los precorps y los otros hermanos, en el refugio de la central eléctrica, soy El Maestro Decano. Tengo 80 años. Estrictamente, soy la misma persona, pero he tenido dos vidas, antes y después, en dos mundos diferentes. Escribo estas páginas (una crónica, unas memorias, un manifiesto) antes de que mi experiencia de los acontecimientos excepcionales ocurridos desde mi juventud se hunda para siempre bajo dos palmos de tierra. No he sido sólo un testigo privilegiado de los hechos. He intervenido activamente en ellos. No muchas personas vivas pueden decir lo mismo.
Hay situaciones o momentos históricos, o de la historia personal, en los que, sin previo aviso, todo lo que hasta entonces parecía firme, el inquebrantable statu quo, lo que dábamos por supuesto, aquello en lo que se sustenta la sociedad y las vidas individuales, se desmorona y se disuelve. Un mundo se licúa y se va por el sumidero. Puede suceder por accidente (un cataclismo natural, o una plaga), o porque poco a poco, en un proceso que puede pasar inadvertido, todo se va pudriendo y enredando hasta el punto de hacerse incontrolable (la deriva caótica de un sistema complejo). En tal caso, resulta difícil señalar nominalmente a los culpables, al menos en lo que se refiere a la clase de culpa por la que un tribunal condenaría personalmente a alguien, aunque pueda haber responsables, y por tanto, culpa moral: todos aquellos que antepusieron sus intereses sin importarles las consecuencias de sus actos (incluso sin dignarse siquiera considerarlo), los gobernantes que se dejaron llevar por la inercia de las cosas y carecieron de la lucidez o el atrevimiento para cambiarlas y también, en alguna medida, los ciudadanos que permanecieron pasivos y mudos. Una responsabilidad compartida en diversos grados, a veces difusa.
Algo así fue lo que condujo a la Gran Hecatombe, pero entonces, cuando el mundo se estaba haciendo ingobernable, a la degradación que estaba escrita en el ADN del sistema se sumó un plan criminal. Los observadores más atentos empezaron a percibir que el edificio que parecía sólidamente construido se resquebrajaba y estaba próximo al hundimiento. Tenía un vicio de origen. El cuadro sólido era en realidad un mosaico chapucero hecho de intereses, abusos, privilegios, agravios, identidades, ortodoxias y otras teselas desencajadas, y algunos, en vez de corregirlo, decidieron agitarlo sin importarles el coste humano, arrojando lastre y poniéndose ellos a resguardo. Creían que podrían seguir disfrutando de sus prebendas si purgaban el mundo de la población sobrante, de todos esos extraños, esas multitudes de arribistas y desarrapados que se empeñaban en colarse en un oasis ya sobreexplotado y demasiado atestado, que también era preciso depurar. Ellos sí son, y no sólo moralmente, culpables. No hubo ninguna autoridad capaz de dictar sentencia y condenarles, aunque se castigaron a sí mismos, porque, como no podía ser de otro modo, también ellos sufrieron las consecuencias de unas acciones que no podían dirigir como habían planeado. Es imposible domar a los caballos del apocalipsis.
Es el año 2072. A veces, por inercia, todavía contamos el tiempo así. Pero también es el año 55 del nuevo calendario. Es el lapso transcurrido desde que el último diluvio arrasó la última Babel. Yo soy un superviviente, o un renacido, como decimos quienes alcanzamos a vivir aquellos días. Soy ya viejo para este tiempo. Cuando todavía era joven, (El Becario), tuve la suerte (lo considero una suerte, a pesar de todo lo que entonces pasamos y de lo que vino después) de esquivar la afilada guadaña que diezmó a la humanidad, y ahora he superado con mucho la edad media de esta nueva era. Ya no hay estadísticas, pero, aunque la inestabilidad y la inseguridad se han reducido, son minoría quienes consiguen sortear durante muchos años los peligros letales contra los que no tenemos ya un cordón sanitario como el que yo conocí. Una ironía: ahora el mundo es joven; en ningún sitio hay ya un problema de envejecimiento. Pero los nativos de la nueva era, quienes no tienen la experiencia ni la memoria personal de lo que dejamos atrás, no pueden hacerse una idea cabal de lo que significa el cambio. Yo sí tengo esa memoria, y siento el deber de transmitirla con la vehemencia y la autoridad con que sólo podemos hacerlo los testigos directos, el deber de advertir sobre los errores que cometimos, antes de que todo eso se convierta, no diré siquiera en historia antigua, sino en literatura, en leyendas. Incluso a mí me resulta a veces difícil rememorarlo realmente. Las viejas imágenes son ya como un edificio continuamente remendado del que no queda nada original. Imágenes que sustituyen a otras imágenes, cada vez más etéreas, cada vez más parecidas a los sueños… y con su misma cualidad de sublimación. Es algo a lo que continuamente debo enfrentarme. A veces, al despertar de un sueño muy vívido, mientras el país de fantasía flota todavía unos instantes antes de desvanecerse, casi lamentamos aterrizar en el mundo real, demasiado evidente, demasiado prosaico frente a la magia onírica. Algo así me sucede al evocar el pasado; igualmente mantiene un extraño y atractivo fulgor que no acaba de disiparse, y debo hacer un esfuerzo racional por sofocarlo para que no me engañe.
Lucho con ello porque sé que el mundo que se derrumbó sigue deslumbrando aunque estaba agujereado por la carcoma, y, si yo no, algunos de los que no lo conocieron lo añoran. (Es posible: añorar algo sin haberlo vivido). Por todas partes afloran aún sus formidables esqueletos, mordidos por el tiempo y otros carroñeros, pero sugerentes y peligrosos como una esfinge, capciosas huellas de un tiempo desmesurado y ahora inalcanzable; ahora, cuando nuestro propósito, al que debemos dedicar casi todas nuestras energías, es vivir, aprender a vivir de nuevo, sobre otros fundamentos. Cuando paseo con mis jóvenes alumnos precorps, nos topamos aquí y allá con los despojos inservibles de algún viejo artefacto que se ha librado de la rapiña, fragmentos esqueléticos de la última fauna extinta, de una vieja excavadora o de una cosechadora llegada no se sabe cómo a esta región donde nunca hubo campos de cereales (los artefactos metálicos –las máquinas, las instalaciones industriales, las torres y los tendidos eléctricos y telefónicos– han sido reciclados. No existe ya una red comercial para suministrar en abundancia los minerales, ni la capacidad técnica para procesarlos y convertirlos en esas raras aleaciones ahora tan apreciadas, así que la basura industrial ha sido explotada como las minas de antracita o de fósforo formadas por la acumulación de millones de organismos muertos). Conviven con esos desechos, (aunque también con algunos aparatos funcionales: las turbinas y la maquinaria de la Central, que mantenemos en uso, viejas radios de válvulas o armas de fuego, rifles y pistolas, cuya tecnología sencilla ha permitido la conservación y la réplica, en unas décadas tan inseguras). Y yo me pregunto por sus sentimientos ante tales detritus. Están acostumbrados a su omnipresencia, pero no creo que estén libres de la extrañeza. Han crecido entre la chatarra, han jugado con ella desde que eran niños, imaginándose héroes de una era opulenta. Para ellos debe de ser como los restos abandonados por invasores alienígenas que hubieran huido del planeta tras una derrota. Pero la simple extrañeza se convierte en asombro y en pasmo ante otros productos incomprensibles. Ven funcionar las máquinas de la Central y tienen piezas con forma y peso reconocibles: brazos, palancas, engranajes, bielas; están encargados de mantenerlas en uso y comprenden su funcionamiento, aunque saben que hoy costaría mucho fabricar de nuevo todo el conjunto (construimos artesanalmente aparatos y máquinas sencillos para el trabajo del campo y otros menesteres que, aunque no tienen el diseño sofisticado de los de la época industrial, responden a los mismos principios mecánicos). Pero ese nexo de familiaridad desaparece ante otros productos radicalmente herméticos, antiintuitivos, muchos de los cuales han subsistido al desguace porque están hechos de materiales para los que no se encuentra ninguna utilidad. Casi todos guardan como una reliquia alguno de los innumerables teléfonos celulares supervivientes, inmunes a las plagas biológicas y a la descomposición de los seres orgánicos, en perfecto estado de conservación, pero definitivamente muertos, y en los almacenes comunales se amontonan miles de ordenadores y otros muchos trastos informáticos, tal vez a la espera del milagro, del día de la resurrección. En su interior no hay ruedas dentadas ni otras piezas móviles. Saben que en sus pequeñas placas se almacenan millones de circuitos por los que circulaba la información. Ciertamente lo saben: la Fraternidad se lo enseña como parte de su formación y del programa para que los antiguos conocimientos no caigan en el olvido, pero dudo de que lleguen a comprenderlo realmente, que los artilugios no eran nada sin información, y que no sólo almacenaban y gestionaban información, sino que eran las puertas de una inmensa red, material e inmaterial que estaba empezando a formar un sistema nervioso de la humanidad: de la humanidad como un organismo nuevo supraindividual, en el que los individuos, sin perder su identidad, podrían haber multiplicado infinitamente su potencial accediendo a todo el conocimiento acumulado. (Podrían, pero quedó abortado cuando el conocimiento seguía siendo externo y no nos hacía más sabios.)
Yo entiendo su asombro ante lo que debe de parecerles mágico, materialmente imposible, y no pretendo desengañarles sobre la capacidad creativa del intelecto humano que lo forjó (la necesitamos para acomodar nuestro entorno, y más ahora, cuando debemos edificar un nuevo hogar), pero relativizo el valor de los fósiles: ya no nos sirven. Les digo que esas soberbias baratijas no garantizaron la perdurabilidad ni tampoco ahora nos aportan nada; que ya no deben esperar nada de ellas porque están definitivamente muertas. Y quiero que aprecien la originalidad del nuevo tiempo y miren hacia adelante; que su futuro no es el pasado que yo viví y que ellos deben encontrar otro modo de hacer las cosas. Seguro que hay otro modo. No renunciar a la ciencia ni a la tecnología, al sueño, tan humano, de mejorar nuestro acomodo en el mundo protegiéndonos del azar, poniendo a nuestro favor las fuerzas recónditas que perturban la existencia cuando se ignoran o se manejan de manera imprudente, aliándonos y sirviéndonos de ellas con una actitud más prudente, más humilde y respetuosa. Y mientras tanto, mientras hacemos la mudanza, aceptar las actuales carencias y apreciar otros valores que siempre están a nuestro alcance y se habían perdido: humanizar nuestras relaciones, cultivar la amistad, disfrutar del contacto con la naturaleza. Y en las noches estrelladas, con todas las luminarias encendidas de nuevo, les explico cómo ocultábamos la maravilla que ahora ellos pueden contemplar; que sabíamos mucho sobre la física estelar (un privilegio que no queremos que se pierda y nos esforzamos por transmitir) pero nos habíamos privado del éxtasis.
Esta es mi responsabilidad: enseñar que aquello estaba equivocado; que los planos de Babel eran incorrectos; sacudir a los nativos de esta era para que no se dejen hipnotizar por las opulentas ruinas de las ciudades, las altivas osamentas de los rascacielos, el brillo imaginado de los metales; mostrarles que todos esos dinosaurios tecnológicos que tanto poder de seducción mantienen, no son restos de una era feliz, sino la prueba de una desproporción, de un fracaso. Y quiero que los vean como son y constaten su destino: muñones retorcidos y herrumbrosos; ruinas y óxido.
También lucho con el sentimiento contrario, la depresión, que afecta, sobre todo, a los viejos supervivientes, la sensación de que hagamos lo que hagamos no podemos tener éxito, porque los humanos somos por naturaleza tecnológicos, y al mismo tiempo ambiciosos y moral e intelectualmente imperfectos, o limitados, y que esa mezcla es destructiva y volveremos a repetir los antiguos errores. Una ecuación irresoluble. Como si el virus Sísifo hubiera infectado el programa de la realidad y no hubiera forma de salir de una pantalla perversa, condenándonos a reiniciar el sistema para volver a atascarnos otra vez en el mismo punto, dando vueltas y vueltas, eternamente errantes en el desierto, sin Moisés y sin mapa para alcanzar la Tierra Prometida, que imaginamos tan cercana…
Sobre todo, quiero expresar algo positivo: que lo que ahora somos, lo que ahora tenemos, el resto vivo de la humanidad, no es un residuo, el rescoldo de un fuego desaparecido, algo degenerado, y que lo degradado es lo que dejamos atrás. Transmitir que este es un mundo joven, la idea de un tiempo inaugural, de un comienzo, de algo nuevo que germina, y ayudar a que se desarrolle, la idea de una humanidad migrada al mismo planeta, que ahora nos brinda una nueva oportunidad. Y combinando ambas cosas –el recuerdo y la renovación–, avisar sobre los caminos que han resultado ser impracticables, pero señalar también algunos proyectos e ideales perdidos, pero valiosos, que convendría recuperar del basurero de la historia.
Crear –construir– una nueva civilización: es el gran desafío para las próximas generaciones; una tarea ardua para un tiempo duro, pero estimulante, a la altura de una humanidad renovada; consciente de lo acaecido pero sin ataduras; mermada en su capacidad de conocimiento científico y en su tecnología pero liberada de un enorme lastre, rescatada del laberinto en el que se había extraviado.
No soy particularmente sabio, pero he sido testigo privilegiado de los hechos que han transformado nuestro mundo. Desde joven he sido miembro de la Corporación y como tal pertenezco también a la Fraternidad, en la que nos infiltramos y a la que conseguimos reconducir, y he intervenido activamente en la ejecución de los planes que diseñamos para el día en que sucediera lo que inútilmente quisimos impedir. Por eso no es irrelevante mi testimonio. Debo hacerlo ahora, antes de que me olvide. Las palabras acotan la experiencia y sustentan la memoria. Nos hacen humanos. A lo largo de los años construimos un edificio de nombres y conceptos que luego se erosiona. Los viejos olvidamos cada vez más deprisa los nombres, y con ellos se desprenden partes de nuestra mente, de nosotros mismos, así que debo completar estas páginas antes de que mis palabras no sean ya suficientes y mi narración se quede sin sentido. Yo no soy importante, pero este relato, mi edificio de palabras, me proporcionará también una especie de inmortalidad, aunque mi mente se evapore en el olvido.
Aunque haré referencia a ellos, no me detendré a describir los sucesos, bien conocidos, que forman ya parte de la historia general. Hay otro motivo más inmediato para remover los recuerdos: se ha convocado un próximo Concilio extraordinario de la Corporación (el Consejo supremo ampliado con representantes de los nuevos Consejos de Zona). Se reunirá aquí, en la Central, la próxima primavera (un hecho excepcional porque, hasta hora había celebrado siempre sus sesiones en los sótanos de la antigua biblioteca de Göttingen). Por esta circunstancia, y como miembro veterano de la Corporación (es decir, en mi calidad de viejo) he sido invitado a participar en él. Pero no quiero limitarme a ser una figura ornamental. Así que escribo estas páginas para poner en orden las ideas y los recuerdos y poder transmitírselos con más claridad a los jóvenes que forman hoy el Consejo: los pormenores de cómo se gestó nuestro programa de renacimiento, los criterios y los propósitos que lo inspiraron. He vivido todo el proceso. Desde el principio éramos conscientes de la imposibilidad de prever la deriva de los acontecimientos y tratamos de abarcar diversos escenarios. Ahora, varias décadas después, con la experiencia acumulada, y a la vista del curso real de la historia, es el momento de recordar el origen y revisar las estrategias. Tal es la intención declarada del próximo Concilio, y hasta un viejo como yo puede aportar algunas ideas. También pretendo hacer su crónica. Se anuncian posturas encontradas, se atisban algunos movimientos subterráneos y presumo que se producirán acontecimientos dignos de reseñar. A mí me servirá para repasar las hojas del viejo álbum de mi vida y completarlo antes de que se cierre.