“El mundo no podrá seguir siendo igual”, dijimos en 2008, cuando nos dieron ya otro mamporro. En alguna próxima entrega recordaré algunas de las cosas que se dijeron entonces con gran solemnidad, y que se repetirán ahora, en este nuevo despertar. Segundo garrotazo y segundo aviso. No sé si tendremos más oportunidades. Pienso que casi tenemos suerte, porque podría haber sido peor, como será la próxima vez que venga el tío del garrote, en forma de virus o de debacle económica que, probablemente —“A la tercera”, como casi siempre— será la última.
Es el fin de fiesta. Nuestra gran
orgía la hemos pagado con recursos que no volverán. Hemos casi agotado los
lagos de petróleo y hemos quemado carbón hasta fundir el termostato del
planeta. Estamos llegando (hemos llegado) al límite de casi todo: de la
población, de los recursos y de lo que el ecosistema terrestre puede admitir
sin tomar represalias.
Me parece escuchar ya a algunos diciéndome: “Ya
está bien, pedazo de Jeremías, ¿qué tienen que ver los virus con todo eso? Siempre
han estado ahí; han acompañado a la Humanidad durante miles de años, al menos desde el Neolítico, cuando los grupos humanos empezaron a sedentarizarse y aumentaron su dimensión.
Podíamos pensar que estaban más o menos controlados, pero no estábamos del todo
exentos, así que… bueno, mala suerte; tendremos una nueva peste como hubo otras
en la historia, pero no es la primera vez y además estamos más preparados”.
Despertad, melones, porque no es tan simple. Por
el momento, haré solo algunas reflexiones de urgencia, que continuaré en alguna
otra entrega cuando tenga ganas.
En primer lugar, los virus tienen que ver con
nuestras malas prácticas y con nuestros excesos más de lo que creéis. El
ecosistema se venga cuando le empujamos. Volvamos al Neolítico. Lo de ahora es
la apoteosis de aquella revolución. Entonces, en un mundo todavía poco poblado, los grupos humanos estaban relativamente aislados. Ahora nos apretujamos en el
mundo global, y las ondas expansivas de todo lo que ocurre se extienden a la
velocidad del avión (o de la caída de la bolsa, que tanto da). Con su inveterada
hambre, los patógenos pueden darse ahora un festín capaz de terminar con el
nuestro. (Y no menospreciéis las plagas porque nos hayan acompañado en la
historia, porque la guadaña que pasaron y los destrozos que provocaron no son
para contar en horario infantil. Palabra de historiador)
En segundo lugar, nuestra brillante civilización es muyyyy débil, no sólo por lo que he dicho de que está llegando al límite de casi todo, sino también porque depende de tecnologías muy complejas que sólo se sostienen con una enorme infraestructura que a su vez se apoya en una red informática que si cede nos dejaría a todos solo unos pasos más allá de la caverna de la que salimos. Y no dudéis, si las cosas se pusieran muy mal, la red cederá, con o sin ciberguerra.
Por último, y más importante, repito lo dicho
más arriba: no habrá tercer aviso. Aunque no lo creáis, tenemos suerte, porque este segundo aviso significa una oportunidad. El amigo virus nos aprieta, pero todavía todavía no ha traído el
colapso general; nos advierte poniéndonos contra las cuerdas. No soy creyente, pero me acuerdo
de la parábola de las vírgenes prudentes (no os la voy a contar, leed un poco).
Así que gracias, amigo virus, por darnos algo de tiempo para reinventarnos antes de que llegue el siguiente y fenomenal mamporro, que llegará por donde menos lo
esperemos. Perded toda esperanza de salvar este tóxico modo de vida, pero al
menos nos dan una tregua para decrecer civilizadamente, antes de perder estatura pasando la guillotina.
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