miércoles, 27 de mayo de 2020

IMAGINANDO UN NUEVO MUNDO


En el anterior post ponía el foco en lo que hasta ahora considerábamos normal, eso que hemos dejado atrás, aunque sea por necesidad, al menos por algún tiempo. El balance que hacía era que, aun valorando algunos importantes logros acumulados a lo largo de la historia, la normalidad en la que vivíamos era un enorme disparate por sus desajustes y la imposibilidad de asegurar la ilusión de crecimiento perpetuo sobre la que se asentaba. Poner en ello nuestros planes de futuro sería empecinarnos en el error. Más pronto que tarde, las costuras del sistema acabarían saltando por sus propios desequilibrios, por un nuevo virus, por los problemas ambientales, o por cualquier otro elemento de tensión que su estructura no pueda aguantar.

No podemos asegurar que estemos en una crisis maltusiana, pero sí se dan todas las condiciones para que se produzca. Basta una chispa para iniciar la reacción de cadena. Podíamos creer que ya estábamos a salvo de ese tipo de catástrofes, y tal vez las circunstancias actuales no respondan al canon clásico de Malthus (el desencadenante era el incremento de la población muy por encima del crecimiento de los recursos, en sociedades tradicionales en las que el crecimiento no implicaba “progreso”). La población, pero también los recursos disponibles han crecido como nunca desde la revolución industrial, alimentando la utopía del crecimiento perpetuo que confundimos con el progreso. Pero hemos utilizado los bienes de una despensa que estamos vaciando y que no podemos reponer, generando al mismo tiempo otros desequilibrios que suman amenazas al conjunto del sistema. Así que, aunque tenga perfiles propios, el peligro de una catástrofe maltusiana (económica y social, con su arsenal de pandemias, desórdenes y guerras) es cierto y cercano. Con una carga poblacional de 7.700 millones de almas desprotegidas, la escabechina podría hacer época.

Es pura física. El flujo de radiación del Sol hacia la Tierra, debido a que la energía tiende a dispersarse hacia los estados menos energéticos (de mayor entropía), genera, en una aparente contradicción, sistemas disipativos que acaparan temporalmente la energía y se sirven de ella autoorganizándose (como un banco que retiene durante unos días la salida de dinero para beneficiarse de su rendimiento). sistemas puramente físico-químicos, como los remolinos en el agua, los flujos de aire, los tornados o algunas reacciones autocatalíticas, y otros como las plantas fotosintetizadoras, las abejas y su miel, los vistosos pavos reales y los humanos con su aparatosa cola cultural, que configuran el gran superorganismo de la Biosfera. La Biosfera, gracias al flujo constante de energía y a la reposición de individuos (que terminan desorganizándose —muriendo y rindiendo tributo a la entropía—), es un sistema estable (no quiero decir estático, porque es evolutivo, sino resistente), en el que los organismos y grupos de organismos han encontrado sus propios nichos energéticos en coadaptación con todos los demás. El conjunto es un sistema metabólico muy eficiente, que apenas deja desechos, porque los recicla. Pero el subsistema formado por la especie humana lo ha descompensado, al explotar depósitos extra de energía acumulados por la Tierra. El flujo metabólico ha aumentado y se ha acelerado tanto que la Biosfera se desequilibra porque no lo puede procesar. Considerada como sistema de acaparar energía y disiparla, nuestra especie se ha hecho demasiado eficiente creando una grave enfermedad metabólica. En vez de la combustión lenta, ha provocado una tormenta metabólica incontrolada. Algo así como una bomba termonuclear, en vez de una reacción de fusión controlada, o como un tumor en el que las células se multiplican sin control.    

Es difícil aceptar que nuestra normalidad sea algo tan anómalo, y son muchos los intereses que empujan para volver a donde lo dejamos, es decir, a añadir más combustible para que siga ardiendo la hoguera de las vanidades. Pero podemos albergar la esperanza de que el toque de atención que hemos recibido haya despertado algunas dudas sobre la capacidad de resistencia de nuestro mundo feliz y nos haya hecho, al menos de momento, más sensibles a los avisos. Estaría bien aprovechar esta breve ventana de sensibilidad y reflexionar sobre las alternativas. Si la normalidad de la que venimos lleva un rumbo catastrófico, ¿a qué otra normalidad podemos aspirar con un metabolismo social acorde con los recursos disponibles y con los el equilibrio de la Biosfera?

Empezaré diciendo que nadie puede ofrecer un ideal de futuro. Esperamos de nuestras sociedades que nos doten de los instrumentos y creen un entorno propicio, un jardín bien cuidado en el que puedan crecer sanas las plantas de nuestros propios proyectos vitales (para “realizarnos”, como se decía antes), pero las utopías finalistas están siempre equivocadas, porque los tiempos cambian y nunca tenemos todas las claves ni la misma idea de felicidad. Somos nómadas del tiempo, y Machado nos enseñó que se hace camino al andar. Ahora nos toca salir del camino equivocado y empezar a desbrozar otro. Tampoco sabemos por qué tierras transitará, pero sí conocemos algunas claves para que sea viable y pueda conducirnos a parajes accesibles en los que tengamos oportunidades reales de construirnos una vida buena.

¿Qué dirección debería llevar el nuevo camino, y cómo debería ser el nuevo vehículo o el nuevo barco para seguir adelante con más seguridad?

La situación de partida no es la mejor, pero estamos donde estamos y eso no podemos evitarlo. Decía hace poco Luis González Reyes (coautor de “En la Espiral de la energía”) que somos como esos malos estudiantes que tienen que ponerse las pilas la noche antes del examen, porque no la han hincado durante el curso. Tal vez sea capaz de aprobar, pero no tendrá buena nota, y apenas sacará beneficio del empacho. Pero no puede volver atrás, y solo le queda esa noche. Así que, amigos, aprovechemos esta breve y agitada noche, porque, de no hacerlo, nos llevaremos un catastrófico cate. Y enfatizo lo de catastrófico.

De manera que, una vez llegados a este punto, no quedará más remedio que aplicar algunos ajustes fuertes y hacer de la necesidad virtud. Veamos.

1.- La condición básica es acomodar nuestro metabolismo (nuestra economía, la producción y el consumo) a la capacidad de carga de biosfera, de modo que se asegure la disponibilidad futura de los recursos sin dañar los equilibrios del ecosistema. La capacidad de carga no es estática y depende en parte de las tecnologías (Hoy podemos obtener de manera limpia y renovable energías y recursos que eran desconocidos o estaban vedados a nuestros antepasados). Podemos aspirar a ampliar la capacidad de carga en el futuro, pero nuestro problema inmediato es que ahora la hemos superado con creces: No sólo la sobrepasamos, sino que además estamos derrochando los ahorros almacenados por la Tierra a lo largo de su historia con el efecto añadido de trastornar gravemente el ecosistema del que formamos parte. Cada año se adelanta más la fecha en la que la Humanidad agota los recursos que la Tierra puede generar en todo el año. En 2019 fue el 1 de agosto. En conjunto, necesitaríamos 1,75 planetas como la Tierra para mantener el ritmo. Pero si toda la Humanidad consumiera como los europeos, harían falta casi tres Tierras, y hasta cuatro, si se generalizara el consumo per cápita de los norteamericanos.

            Así pues, no se trata solo, como muchos creen, de sustituir las fuentes de energía fósil por otras renovables para solucionar el problema y seguir con las mismas formas de vida. Esto es lo que nos proponen ahora con el llamado Green New Deal, una versión en verde del sistema vigente. Es evidente que hay que ir abandonando los combustibles fósiles, porque tienen fecha de caducidad y para no agravar el cambio climático y sus secuelas. Pero no bastaría con “descarbonizar” el sistema; que el sol y el viento ya nos proveerán, desde ahora mismo, de lo necesario para proseguir la ruta del crecimiento infinito. Perded toda esperanza. No salen las cuentas: Por una parte, las energías renovables no solucionan el problema de la sobreexplotación de los otros recursos que alimentan nuestro modo de vida. Y, por otra, no pueden sustituir todo lo que ahora obtenemos de los combustibles fósiles, ni en cantidad ni en una serie de sectores muy exigentes energéticamente, como el transporte pesado por carretera, el marítimo y aéreo.  

2.- En consecuencia, habría que apostar por una restricción energética a nivel mundial y organizar la vida acomodándonos a ello. El modelo del Green New Deal propone una reducción de emisiones contaminantes del 56% durante la próxima década para contener el calentamiento global. (Dejémoslo ahí, aunque probablemente sería conveniente una rebaja mayor, y luego habría que continuar aminorando las emisiones hasta prescindir casi del todo de los combustibles fósiles, que se utilizarían únicamente en casos muy específicos). Pero, como hemos dicho, las energías renovables no podrían reemplazar, como propone el modelo, toda la pérdida.

Para hacernos una idea de las dificultades, valgan estos datos (a nivel mundial):

—El 86% de la energía primaria sigue siendo fósil, mientras la solar y eólica sólo aportan el 1,2% (el resto, corresponde sobre todo a la hidráulica, la nuclear y testimonialmente a otras).

—Sólo el 14% de la energía generada por esas fuentes primarias la consumimos en forma de electricidad (generada en un 85,7% a partir de las fuentes fósiles y el resto, 14,3%, de renovables) mientras el consumo no eléctrico se lleva la parte del león (transporte, plásticos, asfaltos, etc.).

Es difícil calcular cuánto podrían aportar para seguir atendiencdo las necesidades humanas las energías eólica y solar, en las que ahora se depositan las esperanzas, dentro de la capacidad de carga del planeta, teniendo en cuenta, por ejemplo, los materiales para aerogeneradores, placas solares, baterías, etc., la energía para su fabricación y el espacio disponible y útil para las instalaciones. Pero en el mejor de los casos apenas llegarían a cubrir la tercera parte del actual consumo energético mundial (véase, por ejemplo, http://www.eis.uva.es/energiasostenible/wp-content/uploads/2011/11/Global-wind-draft.pdf  y https://content.csbs.utah.edu/~mli/Economics%207004/Castro%20et%20al-Global%20Solar%20Electric%20Potential.pdf. Son estudios de hace unos años, pero siguen vigentes, con algunos retoques). 

Es evidente que la reducción del flujo energético acarreará también grandes restricciones en el sistema de producción y transporte. Como dice David Klein, físico y matemático en la California State University Northridge, tomando a su vez como referencia a Richard Smith (en Green Capitalism: The God that Failed (Capitalismo verde: el dios que fracasó),

“La escala del cambio necesario para conseguir una civilización sostenible es asombrosa. La rápida reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero junto a la conservación de los recursos requiere que reduzcamos radicalmente o cerremos grandes cantidades de centrales de energía, minas, fábricas e industrias de procesamiento y otras en todo el mundo. Significa reducir drásticamente o cerrar no sólo empresas de combustibles fósiles, sino las industrias que dependen de ellos, incluyendo empresas de automoción, aeronáuticas, aerolíneas, navieras, petroquímicas, de construcción, del agronegocio, de madera, de celulosa y de papel, y de productos madereros, operaciones de pesca industrial, ganadería industrial, producción de comida basura, empresas de agua privadas, de embalaje y plástico, de productos desechables de todo tipo y, sobre todo, las industrias bélicas.” (https://www.elsaltodiario.com/cambio-climatico/los-limites-de-la-energia-verde-bajo-el-capitalismo)

 

Así pues, se impone un cambio de modo de vida, con una producción orientada, en primer lugar, a satisfacer las necesidades humanas, pero que también sirva para mejorar la calidad de vida individual y social en la medida en la que lo permita la capacidad de carga del planeta. Ese margen presenta, de momento una gran incertidumbre.

De acuerdo con la anterior cita, las necesarias restricciones en la energía y recursos significarán, además, restricciones muy importantes en determinados sectores, como las industrias extractivas y petroquímicas y otras que dependen en gran medida de ellas, como la automoción, en particular el transporte pesado, que seguirá dependiendo de los combustibles fósiles, embalajes de plástico, etc.).

3.- Debería producirse también una desglobalización y relocalización, no solo para reducir el enorme derroche energético que supone el tráfico generado por los irracionales procesos de producción y comercialización, sino también por razones estratégicas, como se ha puesto de manifiesto con motivo de las dificultades de abastecimiento de material sanitario que se ha producido durante la pandemia Covid19. Esto no significa una vuelta a la autarquía y a la vida tribal, pero parece importante racionalizar lo que corresponde hacer en cada una de las escalas, global, regional y local. Esta misma “desescalada” hacia lo local la exigen, por razones ecosistémicas, la agroganadería industrial, gran consumidora de energía y productos químicos contaminantes, muy dependiente del transporte y empobrecedora de la biodiversidad. Tampoco en este caso se trata de volver a la agricultura tradicional ni al autoabastecimiento; es posible una agricultura ecológica muy eficiente, mejorada por los modernos conocimientos científicos.

4.- Si bien generaría más trabajo en determinados sectores, como el agrícola o el de las energías renovables, el descenso general de la producción se traduciría en una disminución del trabajo total. Esto exigiría reorganizar todo el sistema laboral. Podría dar lugar a un gigantesco incremento del paro (es lo que ocurriría en la lógica neoliberal), pero también es una oportunidad para redistribuir el trabajo y aumentar el ocio, que es una vieja aspiración incluso del capitalismo clásico.  

5.- Aunque el sistema neoliberal lo invade y contamina hoy todo, durante algunas décadas del siglo XX se consiguieron algunas importantes conquistas sociales. Las restricciones económicas no deberían afectar a bienes comunes que constituyen el Estado del Bienestar instaurado en algunos países, como la sanidad pública, (que ha sido nuestra gran defensa para hacer frente a la pandemia del coronavirus), la educación pública y los otros instrumentos de protección social (seguro de desempleo, sistema público de pensiones, etc.), así como la red de generación de conocimientos que llamamos ciencia.

 

Cualquier futuro viable requiere un cambio de paradigma y de valores; otra forma de vivir, de pensar y de organizarnos; la apuesta por un entorno más seguro, más sano, más saludable, más amable y amistoso, más equilibrado. Puede que entonces sí salgan las cuentas para organizarnos razonablemente bien la vida. Y tal vez algún día, gracias a mejores conocimientos y técnicas sepamos cómo ensanchar la capacidad de carga del planeta, lo que la Tierra puede ofrecernos generosamente sin poner en peligro los equilibrios de la Biosfera, configurados a lo largo de miles de millones de años.  

El futuro no está escrito. Bien o mal, individual y socialmente, lo escribimos nosotros, aunque no todos tenemos las mismas oportunidades ni la misma responsabilidad para hacerlo (y algunos ni siquiera tienen oportunidades). El poder real está muy mal distribuido; hay intereses que pesan mucho más que otros. Pero eso no nos exime a los ciudadanos de nuestra cuota de responsabilidad, imaginándolo, o promoviendo las ideas, o como activistas. Que lo que proponemos salga adelante ya no depende solo de nosotros, aunque aspiramos a que una buena gobernanza ordene los intereses al servicio del bien común.

Termino. Ahora que está de moda lo de la “desescalada” desde el confinamiento pandémico, se puede decir que también hay que hacer una desescalada de mayor envergadura hacia un nuevo marco social, de valores y de relación con la naturaleza, pero no podemos engañarnos: la tarea es tan enorme y exige tanta virtud colectiva que es normal torcer el gesto. Al margen de la resistencia de los intereses creados, todavía no existe la necesaria conciencia social y política, ni, por tanto, la decisión para llevarlo a cabo. Incluso si existiera, está el problema de cómo se le pone el cascabel al gato, cómo hacer la transición, cómo bajarnos en marcha de un vehículo que corre a toda velocidad, o cambiar de casa sin quedarnos a la intemperie. Es evidente que no se puede abandonar de repente todo el sistema económico, porque eso sería, en sí mismo, una catástrofe: como si navegáramos en un gran trasatlántico, con una enorme inercia, a punto de chocar con el iceberg y, para evitarlo, nos tiráramos al océano sin botes ni salvavidas. Este es un problema con perfiles propios, que merece ser tratado aparte. Me ocuparé de ello en una próxima entrega.