En entregas anteriores he puesto
el foco en la imposibilidad de mantener el alocado sistema de producción y de consumo compulsivo, y en la necesidad de adaptar el metabolismo de
la Humanidad a la capacidad de carga del planeta. Esto supondría, al menos por
un tiempo, un proceso de decrecimiento, una merma energética, una restricción
en el uso de recursos no renovables y una buena gestión de los renovables. No
se trataría solo, ni fundamentalmente, de adelgazar la economía, sino de un
nuevo sistema de valores, en un marco de equilibrio ecológico y justicia
social. Pero la reacción espontánea ante la dificultad para llevar a cabo los
cambios necesarios es el escepticismo. Así terminaba el anterior post:
“Ahora que está de moda lo de la “desescalada” desde el confinamiento
pandémico, se puede decir que también hay que hacer una desescalada de mayor
envergadura hacia un nuevo marco social, de valores y de relación con la
naturaleza, pero no podemos engañarnos: la tarea es tan enorme y exige tanta
virtud colectiva que es normal torcer el gesto. Al margen de la resistencia de
los intereses creados, todavía no existe la necesaria conciencia social y
política, ni, por tanto, la decisión para llevarlo a cabo. Incluso si
existiera, está el problema de cómo se le pone el cascabel al gato, cómo hacer
la transición, cómo bajarnos en marcha de un vehículo que corre a toda
velocidad, o cambiar de casa sin quedarnos a la intemperie. Es evidente que no
se puede abandonar de repente todo el sistema económico, porque eso sería, en
sí mismo, una catástrofe: como si navegáramos en un gran trasatlántico, con una
enorme inercia, a punto de chocar con el iceberg y, para evitarlo, nos
tiráramos al océano sin botes ni salvavidas. Este es
un problema con perfiles propios, que merece ser tratado aparte, en una próxima
entrega.”
Así
pues, no se puede abandonar un barco si no se tienen, al menos, botes
salvavidas para llegar a otro lugar donde estar a salvo. ¿Cómo hacer la
operación —la desescalada— sin esperar al choque con el iceberg y sin que se
convierta en sí misma en una catástrofe?
Además de los intereses
creados, hay que superar problemas psicológicos y logísticos.
Los intereses
creados ni van a desaparecer ni conciernen únicamente a los grandes
beneficiarios. La reducción de sectores como el de los combustibles fósiles o la
producción de automóviles dejará en la calle a millones de personas en todo el
mundo. Habrá que tener en cuenta este tipo de cosas si se quiere caminar hacia
otro modelo económico sostenible. Las posturas de todo o nada llevan a la nada.
No son realistas.
Como ha dicho Richard Smith (en Green
Capitalism: The God that Failed (Capitalismo verde: el dios que fracasó),
Los ecologistas convencionales
argumentan que la dicotomía entre puestos de trabajo y medio ambiente es falsa,
pero se equivocan. En un marco capitalista, ésa es exactamente la elección. Lo
que necesitaríamos hacer dentro de este marco para salvar la biosfera, incluyéndonos
a nosotros mismos, daría lugar al colapso económico total. No es suficiente con
oponerse al capitalismo. También necesitamos crear algo mejor.
Y Rob Hopkins,
en su Manual de Transición, dice que es difícil hacer un cambio real si los verdes solo hablan con los verdes
y la gente de negocios solo habla con la gente de negocios.
En segundo
lugar, están las resistencias psicológicas individuales y sociales. Hay un problema con la percepción general de la
gravedad de la situación. Las sociedades están alcanzando una cierta conciencia
ecológica y empiezan a exigir algunos cambios en las prácticas más nocivas,
pero es impensable que esa conciencia llegue a ser tan intensa como para provocar
una conversión repentina al decrecentismo. El decrecentismo no puede ser
asumido de entrada como el gran proyecto global. Parafraseando a
Hopkins, si los decrecentistas solo hablan con decrecentistas, encerrados en su
pequeño círculo, sus recetas serán irrelevantes. En mi opinión, se equivocan
cuando rechazan sin matices otras propuestas ecologistas que consideran tibias
e insuficientes y las sitúan en el bando enemigo. Puede ser más eficaz, porque
es más acorde con la psicología social, el gradualismo: tal vez convenga asumir
estratégicamente propuestas insuficientes, pero más digeribles, mientras no se
pueda ir más allá, y seguir haciendo pedagogía explicando por qué son
insuficientes, con la esperanza de ir ganando terreno. El David decrecentista
debe aprovechar esa rendija psicológica para perforar la armadura de Goliat. Permitidme
citar mi reciente libro “A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el
crecimiento infinito” (aprovecho para hacer publicidad, porque la pandemia
me ha impedido hacer las presentaciones):
No es realista esperar que se
implante de entrada un programa de máximos (que exigiría un cambio radical
[sería más apropiado decir “repentino” o “drástico”] del sistema). Pero
armémonos de optimismo y seamos biempensantes: supongamos que todavía hay un
margen para el gradualismo; imaginemos que muchos ciudadanos se crean la
edulcorada y políticamente correcta Agenda de los Objetivos para el Desarrollo
Sostenible, y… ¿quién sabe?, tal vez eso sirva de trampolín y la conciencia se
haga más aguda y esté más preparada para exigir un cambio del sistema
(¡confiemos en que la sensibilidad de los jóvenes ante el cambio climático se
extienda y ponga el foco en sus causas profundas!); o, tal vez, cuando los
problemas se hagan más apremiantes, nos decidamos a tomar medidas más
contundentes, y quizá así consigamos ganar un poco más de tiempo, si es que
todavía queda tiempo, y sepamos cómo administrar y aprovechar mejor los recursos;
y hasta podríamos por fin descubrir el truco del sol para producir energía
eterna si a la lechera no se le rompe el cántaro por el camino.
En tercer lugar,
hay problemas logísticos. Suponiendo que el conjunto de la sociedad se convirtiera
y tuviera la voluntad de reorientar su metabolismo para hacerlo realmente
sostenible, se plantearía un reto logístico de primer orden. Habría que ir
sustituyendo el viejo edificio por el nuevo, habitación a habitación, sin
quedarse a la intemperie durante el proceso. Los economistas tendrán que
emplearse a fondo para tender el puente, en medio de una crisis económica
durísima de la que sufrimos ya los primeros zarpazos y de una crisis climática creciente
que descargará pronto con toda su fuerza. (No hay que empezar de cero: hay ya
iniciativas de largo recorrido, como el Movimiento de Transición —pueden
teclearlo en Internet—, encaminadas a preparar el mundo postpetróleo.)
Para terminar,
el gradualismo tiene otro punto débil: el tiempo. Puede que sea una estrategia
psicológicamente más aceptable que el decrecentismo esencialista, pero,
teniendo en cuenta la urgencia de los problemas, ¿tenemos margen suficiente, primero
para convencernos, y luego para resolverlos, antes de llegar a un punto de
colapso? Es una incógnita fastidiosa para la que todavía no tenemos la
respuesta. Pero si cuando las tormentas desencadenen toda su fuerza nos encuentran
al menos con una parte de los deberes hechos, será mejor que si nos pillan al
raso. Porque, amigos de este blog, no veo cómo podría no suceder una de las dos
cosas.
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