Se habla mucho estos días de “la
nueva normalidad”. En otros posts he echado mano de esta expresión que empieza
a ser un tanto equívoca. En general, se está utilizando para hacer referencia a
los nuevos hábitos de vida (¿?) a los que tendremos que acostumbrarnos durante
el tiempo, previsiblemente largo (probablemente un año o más, al menos hasta
que haya y se generalice una vacuna eficaz) en el que estén vigentes las
medidas sanitarias, laborales, etc, debidas a la pandemia: hábitos higiénicos,
de movilidad, confinamiento y relación social, de consumo y toda una larga
lista que todos tenemos en la cabeza; es decir, una “nueva normalidad”
transitoria, en realidad muy poco normal, porque se refiere a una situación
excepcional y que será muy fluida a lo largo de los próximos meses. Pero me
interesa más otro significado más profundo, al que ya me he referido en este
blog, que es la idea utópica de una nueva normalidad para el futuro, diferente
al hábitat social en el que hemos crecido a lo largo de varias generaciones.
Tendré ocasión
de tratar, en otro post, sobre esa nueva normalidad pospandémica, de cuya construcción
y forma seremos responsables. Pero ahora quiero hacer unas consideraciones
sobre la normalidad de la que venimos, a la que muchos les gustaría volver tras
el estado de excepción.
¿Qué era eso
que considerábamos lo normal? Vale, podemos decir que era el statu quo en el
que los ciudadanos de las clases medias de nuestro primer mundo nos sentíamos
cómodos. Pero lo diré o en presente, porque, aunque ahora lo veamos en suspenso
—y algunos dirían que en peligro—, no está amortizado. De la cuna a la tumba, el
proceso vital está más o menos encauzado: recibimos una educación, disfrutamos
de algunas comodidades y podemos criar saludablemente a nuestros hijos. Tenemos
acceso a muchos más conocimientos que nunca sobre el mundo y sobre nosotros
mismos, desde los átomos hasta la totalidad del cosmos o hasta los misterios de
la vida; y desde el Big Bang y nuestros propios orígenes hasta el convulso
presente. Gracias a ello, hemos conseguido algún control sobre las fuerzas de la
naturaleza: medicinas y remedios para las enfermedades, o tecnologías para
incrementar nuestras capacidades naturales. Y tenemos a nuestra disposición los
productos de cualquier parte del mundo. Un entorno, en fin, de creciente
prosperidad, donde nada parece ya imposible, en el que nos sentimos protegidos,
cada vez más a salvo del azar… Y, sin embargo…
El dichoso
coronavirus ha hecho temblar todo ese edificio, tan firme, y ha abierto una
brecha en nuestra confianza. Empezamos a darnos cuenta (en realidad, ya lo
sabíamos, aunque espantábamos de un manotazo la incómoda mosca de la duda) de
que la “normalidad de clase media”, la que las reglas del Monopoly otorgan al ciudadano común del
primer mundo para asegurar que la máquina siga funcionando, está repleta de
anormalidades. Por ejemplo, toda esa historia del calentamiento global, que,
vaya, parece que los ecologistas tenían razón y habrá que hacer algo…. Pero
claro, uno puede tirar del hilo y ver que hay mucho más: el calentamiento
global es solo un efecto de la gran maquinaria que mueve nuestro mundo. Está
también el agotamiento de los recursos que la hacen funcionar y el destrozo de
los ecosistemas. Y está esa inmensa parte “sobrante” de la Humanidad (es para
leer despacio; fíjense bien: “la Humanidad sobrante”), a la que no es necesario
ofrecer contrapartidas ni mantener satisfecha con la juguetería del consumo para
explotar su mano de obra y expoliar su madera o su coltán. Y además, con la
ventaja de hacerlo “lejos”, sin tener que rendir cuentas ambientales, fuera de
la vista de los buenos ciudadanos, de los alegres consumidores que hacemos mover
la rueda; a despecho de esos otros ciudadanos mojigatos infectados por el
ecologismo y los melindres sociales: un molesto pero pequeño sarpullido propio de
gentes que ya no tienen otros pitos que tocar.
Lo han hecho
muy bien. Ni siquiera importa que en las propias sociedades satisfechas haya
bolsas de marginación, porque también se ha conseguido invisibilizarlas:
siempre quedan algunas migajas de caridad cristiana y unos cartones donde
dormir. Hay mucho más, la jerarquía de valores, y otras zarandajas. Podríamos
repetir esas cifras que de vez en cuando aparecen en las páginas interiores de
los periódicos sobre la acumulación de dinero o sobre el hambre, pero basta con
lo dicho, que mostrar la monstruosidad es cosa de radicales.
¿Estamos locos
o qué? Todo ese jodido disparate forma parte de la normalidad que ahora se ve
parcialmente en suspenso y a la que a muchos les gustaría volver: una punta de
bienestar que sobresale del enorme iceberg de podredumbre. Pero, ay, la puntita
también está amenazada. El invento no puede mantenerse indefinidamente; tiene
fecha de caducidad. Ha conseguido funcionar durante un tiempo a pesar —y
gracias a— esas enormes disfunciones, pero se agotan las reservas para
alimentarlo. Las hemos gastado en la gran comilona, en la gran orgía de los 120
días de Sodoma. Los lagos de petróleo se secarán pronto, y ya no cuela lo de
seguir quemando montañas de carbón, porque se notan demasiado sus efectos. En
realidad, casi todo (los recursos estratégicos, los desequilibrios ambientales
y sociales, la población…) está llegando a sus límites. Y no piensen
que todo se solucionará milagrosamente multiplicando los panes y los peces de las
energías renovables (no voy a explicar ahora por qué, pero doctores tiene la
santa madre Iglesia Energética que os lo sabrán responder, como diría el
catecismo del Padre Astete (ver NOTA AL PIE).
La alegre
normalidad de clase media, la que ahora añoramos, es un estanque engañosamente dorado. Lo han creado para nosotros, saturado de sustancias enervantes y adictivas, y
creemos que no podríamos vivir fuera de él. Pero, ay, el agua se está
calentando peligrosamente y perdiendo su oxígeno, y los pececillos empezamos a
saltar y a boquear, y un puñetero virus agita el fango del fondo y agrava la
asfixia. La parte positiva es que puede que sirva para despertarnos y
reaccionar (espero que nos deje margen para ello).
Así que,
amigos queridos, tenemos un problema con la normalidad. Si somos listos y no
queremos terminar flotando inertes en la superficie, tendremos que abandonar el
estanque dorado y buscarnos otro (otra normalidad) más saludable; decir “Adiós
a todo eso”, como hizo Robert Graves cuando dejó su Inglaterra natal para
recrearse como hombre nuevo en otra isla (en Mallorca). Estanque o isla, qué
más da; en realidad ya no hay estanques ni islas; solo un planeta flotando en
el espacio, y es esta isla la que nos tocará regenerar si aspiramos, no a sobrevivir
como una especie degenerada, sino a vivir saludablemente en sintonía con la
naturaleza, sin renunciar a las habilidades que tenemos para labrarnos en ella,
en la fértil y generosa naturaleza, un buen futuro.
Pero dejo para
otro día hablar del futuro. Aquí he puesto el acento en lo anormal de la
normalidad. Pero en la próxima entrega, hablaré de algo más positivo. Espero
poder explicar que “Adiós a todo eso” no significa “Adiós a todo”. Hablaré de
límites, y de los problemas para hacer la transición, pero adelanto que no
estoy de acuerdo con quienes postulan la vuelta a un mundo preindustrial. Son
muchos los logros de la civilización que merece la pena salvar y disfrutar en
un planeta-isla más saludable, en el que, como he dicho, podemos tener un buen
futuro si nos organizamos sobre otros presupuestos y otros valores.
NOTA.- Pueden acudir, entre
otros, si lo desean, a los blogs http://crashoil.blogspot.com/
y https://www.crisisenergetica.org/,
donde encontrarán análisis bien documentados y enlaces a diferentes estudios, o
a la página web https://geeds.es/, del Grupo de
Energía, Economía y Dinámica de Sistemas de la Universidad de Valladolid, en la
que, entre otros estudios, pueden consultar las simulaciones hechas con el
modelo MEDEAS). https://www.elsaltodiario.com/energia/futuro-globalizado-energia-solar-completamente-irreal