¿Qué puedo contar de
nuestra experiencia nepalí y cómo hacerlo? Tengo sensaciones encontradas. Vivir
un terremoto de 7,9º y el correspondiente desastre humano no es cualquier cosa.
Los amigos me dicen: ya tienes material para otro libro, para otra novela. Pero
yo les digo: No, eso no voy a hacerlo. Sería una estafa y una frivolidad: unos
días en otro país no invisten a nadie de la sabiduría que se requiere para poder
hablar con propiedad sobre él, y la experiencia del terremoto no deja de ser también
superficial. Casi como verlo en la pantalla de plasma. Sí, también oyes, y
hueles, y conoces a personas que son verdaderas víctimas, nuestros guías y
porteadores que se han quedado sin casa, y todo eso desata los sentimientos,
pero, incluso cuando has estado expuesto a algunos riesgos potenciales y a
algunas incertidumbres, tú no eres en realidad una víctima como ellos. Tienes
empatía y puedes imaginar su sufrimiento, pero saber, lo que se dice saber,
realmente no sabes. Claro que la capacidad de ponerse en la piel de los otros
es la madre de la ficción, pero se necesita una inmersión mucho más profunda en
el drama real para entender de verdad y hacer que otros la entiendan.
Así que, lejos de la ficción, hablaré, sobre todo, de
impresiones y emociones personales que, como tales, siempre son auténticas. Aunque
me detenga en algunos momentos excepcionales, tampoco pretendo hacer la crónica
secuencial y detallada de unos días en la montaña; ni la radiografía de un país
que apenas conozco, al que me he asomado tan superficialmente. Sólo he ido allí
a hacer senderismo (“un trecking”:
suena más emocionante; la ilusión de vivir una aventura). Hemos estado de paso
en dos ciudades más extrañas que exóticas y hemos caminado unos días a lo largo de un valle de
montaña majestuoso, apabullante, a ratos sobrecogedor.
Nuestro universo: el valle del Marsyangdy |
“El valle”. Ha sido el escenario central; una brecha por la que discurre un río de nombre que al principio me parecía impronunciable y ahora me resulta familiar, el Marsyangdy. No se trata de un simple surco excavado por la erosión, sino de una larga y profundísima hondonada geotectónica
Nos
adentramos en el valle desde Besisahar por un camino que uno juzgaría imposible
incluso para los vehículos todoterreno en los que fuimos agitados como en una
coctelera hasta llegar a Jagat. Esa prueba extrema nos unió: entramos en la
batidora como individuos y salimos mezclados, como un grupo, como una piña
(“piña colada”). A lo mejor fue allí donde a algunos empezaron a licuárseles
las tripas, aunque echaran la culpa de la cagalera al agua con que se cocinaban
las comidas.
En la Gran Estupa de Kathmandú, cuando no sabíamos lo que nos esperaba |
A medida que remontábamos el río y nos conocíamos, íbamos afianzando el equipo. Soy un desastre para los nombres, y temía llegar al final del camino sin terminar de memorizarlos, pero esta vez me resultó fácil. Había pequeñas comunidades que lo facilitaban, la familia Domínguez: Maisi-Jaime-Samuel (el alevín, que nos daba cien vueltas en tantas cosas a los viejos); la familia García: Juanjo, el gran organizador que resolvió con nota todos los problemas de intendencia, Salvador y Guillermo (el otro joven suficientemente preparado, que tapó los enormes agujeros que los de generaciones anteriores tenemos con el inglés e incluso se atrevió a hacer algunos pinitos con el nepalí, y que, invirtiendo los papeles naturales, marcó siempre de cerca, y tuvo que salvar de los peligros a su padre, Salvador); Luis y Puri, que fueron los pioneros de la cagalera y que consiguieron llegar los primeros a su meta de Manang… donde finalmente nos estancamos todos; Pepa y Bego, “las segovianas”, casi más que una familia, siamesas inseparables a las que, con mi proverbial agudeza fisonomista sigo confundiendo; Javi, el más cachondo, y el siempre animoso Alberto, dos colegas de fatigas cerveceras, dos singles que andaban siempre al rebufo de las anteriores, con las que hicieron muy buenas migas; Elo, que subía bien, pero a la que le costaba bajar, y Pilar, a la que no le costaba bajar pero le costaba subir y a la que el terremoto le libró del bochorno de rajarse antes de afrontar los 5.400 metros del Thorong-La-Pas; Celso y José Luis, los dos Iron Men para quienes nuestras marchas eran un simple divertimento y hacían kilómetros extra de acá para allá para fotografiar toda planta que se les pusiera a tiro o por puro masoquismo, y nos dejaban en mal lugar al resto de los sesentones (también ellos lo son), aunque bueno, todos los talluditos –por decirlo de manera amable– nos defendimos bastante bien; Angelines y Rafa, una simbiosis fraternal imposible de describir: ella (un torbellino de buen rollo a la que nadie puede parar) cuidándole a él, y él –anda que no es listo el tío– dejándose querer; y Soraya, siempre pendiente de los guías y porteadores; y Juan Manuel (Pirri para los amigos), ejerciendo de intelectual pero siempre cercano; y el menda, José David, un verso suelto que se siente privilegiado por haber encontrado un lugar en tan estupenda composición y haber compartido la aventura con un equipo tan amigable y tan generoso. Todos hemos aportado nuestro particular aroma al cóctel.
Entre
Jagat y Manang, durante siete intensos días de día y vuelta, el valle fue
nuestro universo. Un mundo acotado entre dos paredones, pero de unas dimensiones
tan colosales que uno no puede sentirse de ninguna manera encerrado. Sin duda
es, como dicen, uno de los paisajes más
impresionantes del mundo.
Como fondo siempre está el Marsyangdy, el río bravo que recoge el tributo de innumerables cascadas que se despeñan desde alturas invisibles y corre acelerado, chocando y enroscándose entre los bloques de roca caídos al cauce desde las laderas. El rugido del agua es una música que no cesa, un elemento más del paisaje al que uno se acostumbra y que llega a ser relajante en el silencio de las noches.
Como fondo siempre está el Marsyangdy, el río bravo que recoge el tributo de innumerables cascadas que se despeñan desde alturas invisibles y corre acelerado, chocando y enroscándose entre los bloques de roca caídos al cauce desde las laderas. El rugido del agua es una música que no cesa, un elemento más del paisaje al que uno se acostumbra y que llega a ser relajante en el silencio de las noches.
Es
increíble lo variado que puede llegar a ser el panorama entre dos farallones
rocosos. La vegetación cambia a medida que se remonta el valle: primero los bosques de piceas y los rododendros en flor; luego los abetos altos y enhiestos y los pinos. En
unos tramos las laderas son muros verticales; en otros, se abren y se suavizan.
En ocasiones, el fondo de valle se ensancha y cobija aldeas y campos de cultivo;
en otras, se estrecha para dejar pasar a duras penas el agua, y ha sido
necesario tallar la senda o el camino en la roca viva.
Pista para vehículos atrevidos |
Skyline de una ciudad fantasma sobre la roca pulida |
En Tal (no es un apelativo genérico, como tal y cual, sino el nombre de un pueblo), el valle se abría y, más allá, entre Chame y Lower Pisang, en el flanco de una gran curva, a lo largo de varios kilómetros, la roca, una cortina continua y altísima, parecía que hubiera sido alisada con una gigantesca pulidora, y la nieve que permanecía en un equilibrio inestable en sus partes más altas, debido a los deslizamientos, formaba extraños dibujos verticales que recordaban el skyline de una ciudad fantasma de los atlantes o los titanes que pulieron la roca (“Los nevados montes, palacios de la naturaleza”, escribió Mary Shelley)
Se
ven también las primeras montañas. Digo “montañas”. Hasta entonces, habíamos
divisado ya algunas cumbres nevadas, tan altas como los Alpes, pero nuestros
guías nos miraban socarrones y nos decían con displicencia: “Colinas; sólo
colinas”. Pero ahora, por encima de los altos muros, asomaban verdaderos monstruos.
Durante casi toda la ruta, las paredes del cañón no nos dejaban ver lo que había más arriba, las alturas de donde procedían las cascadas o los restos de aludes que íbamos encontrando, pero en algunos lugares la senda ascendía y las murallas no bastaban ya para ocultarnos del todo las colosales moles que se alzaban más allá. Por encima se dejaban ver algunos picachos blanquísimos, algunos esquivos y lejanos, como el Manaslu, la octava montaña del mundo, por el que la vista trepaba hasta perderse entre las nubes, dando el relevo a la imaginación.
Caminando entre restos de aludes |
Durante casi toda la ruta, las paredes del cañón no nos dejaban ver lo que había más arriba, las alturas de donde procedían las cascadas o los restos de aludes que íbamos encontrando, pero en algunos lugares la senda ascendía y las murallas no bastaban ya para ocultarnos del todo las colosales moles que se alzaban más allá. Por encima se dejaban ver algunos picachos blanquísimos, algunos esquivos y lejanos, como el Manaslu, la octava montaña del mundo, por el que la vista trepaba hasta perderse entre las nubes, dando el relevo a la imaginación.
La misma tarde que llegamos a Lower Pisang (el inglés se ha impuesto hasta denominar así a Pisang de Abajo) subimos a un pequeño monasterio budista en Pisang de Arriba (Upper Pisang) y fue allí donde por fin tuvimos la revelación, sin tener que mirar por encima de la venda: la mole interminable del Anapurna II, un coloso al que le faltan unos pocos metros para entrar en el club de los ochomiles, aunque de haber tenido esos metros extra tampoco los habríamos visto, porque el monte, tan pudoroso como el Manaslu, no quiso desnudar del todo la cumbre de su vestimenta de nubes. Pero lo que vimos nos dejó sin aliento. Nosotros estábamos s 3.500 metros, pero sabíamos que lo que teníamos enfrente escalaba el cielo todavía cuatro kilómetros y medio más. Uno echaba cuentas midiendo los accidentes visibles y los cálculos no salían: se perdía la escala. Cualquier pequeño detalle podía tener centenares de metros.
Morrenas erosionadas flanqueando el valle |
El
recorrido desde aquí a Manang lo hicimos sobre estas tierras de morrena, y por
fin pudimos contemplar sin trabas el macizo de los Anapurnas, aunque algunos andrajos
de nubes se empeñaran todavía, con escaso éxito, en disimular las cimas. Las
blancas moles eran un imán. Los ojos no podían apartarse del espectáculo e
hicimos esta parte del camino hipnotizados.
Así, en trance, llegamos a Manang, donde pernoctamos sin saber la sorpresa que nos depararía el día siguiente, 25 de abril. Al despertar, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, el trance seguía allí: otro coloso del macizo de los Anapurnas, el Gangapurna que se alza hasta 7.450 metros, una de esas montañas difíciles que nadie consiguió conquistar hasta los años sesenta del siglo XX, se alzaba ante nosotros en todo su blanco esplendor. El Gangapurna tiene un glaciar que llega hoy hasta media falda. De él sale una corriente que al llegar abajo se estanca en un lago del mismo nombre, antes de salir por el otro lado partiendo en dos la antigua morrena terminal, cuando el glaciar llegaba hasta el valle. El conjunto adorna a Manang con un telón de fondo deslumbrante.
El Gangpurna, con el lago y la antigua morrena (Imagen de internet) |
Maisi
pasó uno de los peores momentos de su vida. Jaime y Samuel se habían apartado
también de los demás y no respondían a nuestras llamadas. Cuando por fin
aparecieron, se desmadejó emocionalmente. A todos se nos encogió el corazón.
Decidimos
bajar a Manang. En el pueblo, la gente, asustada, había salido de sus casas. Aunque
no conocíamos el alcance real de lo sucedido, éramos conscientes de que
habíamos vivido algo excepcional. Sólo por la tarde, a través de las noticias
de radio que nos transmitían los lugareños, nos enteramos de los desastres
causados en otras partes del país. Las informaciones que llegaban de Katmandú y
otros lugares eran alarmantes.
El
terremoto había dejado a la aldea sin luz ni wifi y no pudimos comunicarnos con
nuestras casas. Sobre todo, nuestros guías y porteadores, que procedían de la
zona de Kathmandú, estaban alarmados por la suerte que pudieran haber corrido
sus familiares. También supimos que el
Thorong-La-Pas había quedado bloqueado, que Manang, donde nos encontrábamos,
era el último punto al que se podía llegar de la ruta, de dónde no dejarían
pasar, y que la situación en Kathmandú era caótica.
Al
día siguiente, como la mayor parte de los senderistas que, como nosotros,
habían quedado atrapados en Manang (y en los otros pueblos aguas abajo, como
supimos más tarde), nos pusimos en marcha desandando el camino que habíamos
hecho, pero ahora a marchas forzadas. No sabíamos si podríamos salir del país
según lo previsto. El teléfono de Juanjo funcionaba y fue nuestro contacto con
el mundo. Algunos eran partidarios de adelantar en lo posible la salida del
país. Durante el descenso fuimos recibiendo noticias de que la embajada de
España iba a fletar un avión que saldría de Kathmandú el martes 28 de abril,
pero no teníamos forma de llegar a tiempo. Además, supimos que Pokhara, donde
teníamos programados dos días de estancia, no había sufrido daños apreciables,
así que decidimos que lo mejor sería esperar allí acontecimientos y que
nuestros guías regresaran a Kathmandú.
El día después |
Fueron dos días interminables, de auténtica paliza. En los pueblos, la gente había plantado tiendas de campaña e improvisado toldos sujetos con bambúes y cuerdas. En Lower Pisang, donde paramos a comer, sufrimos una réplica del terremoto que derribó una casa. Luego, por la tarde, otra réplica provocó un deslizamiento de rocas a nuestro paso.
Paisaje después del terremoto |
Vértigo: el camino en la roca |
Así llegamos a Tal, donde pernoctamos para esperar a los todoterreno que nos llevarían a Besisahar (no podían pasar más allá de Tal por las condiciones del camino). Desde Tal, mientras algunos esperaron su llegada, otros preferimos ir avanzando a pie para minimizar en lo posible el movimiento de las cocteleras rodantes. Eran los kilómetros más abruptos de la ruta, el tramo por donde discurre colgada sobre el abismo, y a los incautos que decidieron recorrerlos a bordo de los coches se les pusieron los congojos en las anginas. Nunca olvidarán su osadía. Finalmente, todos tuvimos que someternos de nuevo a la orgía de botes, zarandeos y coscorrones (con rotura del eje de uno de los coches, como ya había sucedido la primera vez), pero ahora estábamos curtidos por un terremoto, y pasamos la prueba jaleando los chichones sin dejar de bromear. Fue una magnífica exhibición de la fortaleza del grupo, que en medio de la incertidumbre de aquellos días, y hasta el final de la aventura, se mantuvo no sólo cohesionado, sino emocionalmente solidario, y me maravilla que haya sido así a pesar de la heterogeneidad de los componentes. Para mí, mis compañeros fueron un ejemplo de calidad y calidez humanas. Luego lo han demostrado con su empatía y solidaridad hacia las víctimas nepalíes. Estoy orgulloso de ellos.
En
Besisahar terminó nuestro trecking, pero todavía quedaba por vivir otra aventura,
la del espectáculo del drama humano, aunque antes pasamos unos días de asueto
en Pokkara, adonde llegamos en autobús por una carretera (“muy buena”, según me dijo
un representante del hotel que nos acompañó en el viaje) por la que también
fuimos botando durante cuatro horas y media para recorrer 200 kilómetros.
No, aunque lo creáis, no me he olvidado de la parte más humana de nuestro recorrido por la montaña: de las aldeas y de sus gentes y de nuestros porteadores y guías.
Rueda de oración de Lower Pisang |
Se puede tener la tentación de criticar las novedades que desvirtúan la arquitectura original, pero uno piensa que sería una crítica injusta cuando se contempla la miseria que reina en estos pueblos más “auténticos”. La primera impresión que tuve sigue vigente: es la prehistoria con algunas antenas parabólicas y móviles. Por mi profesión de arqueólogo no podía menos que hacer comparaciones, y estoy seguro de que nuestros antepasados de la Edad del Hierro en Castilla vivían con más desahogo que estas gentes tan amables, tan bellas, tan coloristas (más las mujeres que los hombres, que, como en nuestro occidente, parecemos seres en blanco y negro), tan olvidadas… con las que me hubiera gustado intimar más allá de los saludos (Namasté) y de las sonrisas de aceptación o de complicidad que quieren decir “Hola, amigo, sólo cruzamos nuestros caminos, nuestras miradas, pero no eres un extraño”. Aunque en realidad persiste la infinita distancia y me resultaba difícil no dejar de sentirme un extraterrestre de paso. Nosotros volveríamos a nuestro primer mundo, mientras ellos seguirían allí, en los pueblos que se confunden y apenas resultan visibles contra el fondo del paisaje y que no dejan de parecer hermosos a pesar de sus casas tan humildes y de sus calles accidentadas, de tierra y piedras, y de la suciedad que no sería honesto ocultar o disfrazar en aras de una idealización de lo prístino, de lo incontaminado por la civilización. Me dolió lo que vi cuando, en Upper Pisang, se me acercó un hombre con aspecto de aldeano pobre, casi andrajoso, con la dentadura descuidada, pero sin duda más joven de lo que aparentaba. Me dijo que era el maestro y pedía ayuda porque carecía de los medios necesarios para llevar una escuela. Hablaba inglés, sabía dónde estaba y se le veía decepcionado. Puede haber dignidad en los pobres, pero la pobreza, sobre todo cuando va unida a la desigualdad, es indigna.
Namasté, amigos |
Un saludo a la cámara para todos los lectores del blog |
Me llamó la atención el contraste con la imagen de los niños que hasta en estos lugares tan remotos acuden a clase uniformados y limpios. Ellos ilustran la primordial igualdad humana. Tienen la mirada todavía incontaminada y sonríen igual que los de todas partes, son igual de tímidos o de curiosos y juegan igual (recuerdo a un niño y una niña pasando un trozo de césped por encima de una cerca, como si fuera una pelota de bádminton usando sus manos como raquetas). Es fácil identificarse con ellos. Frente a ellos, uno no se siente extraterrestre. Pero, al verlos, no se puede dejar de pensar en lo que les espera en un mundo en el que las oportunidades están tan mal repartidas.
Nuestros guías: Bhuban, "Pedrito" y Laxman |
También
se acortaba la distancia en el contacto con los guías y porteadores. La
cercanía diluye la extrañeza. Al hablar con ellos, en español con Sunhil (el increíble “Pedrito”, que lo
ha aprendido por internet), o en nuestro inglés chapurreado con Bhuban o alguno
de los otros, era fácil sintonizar y experimentar la similitud de las
inquietudes humanas que se camufla bajo las apariencias de la superficie. Ni siquiera es necesario hablar cuando hay
voluntad de entenderse. Y si no que se lo pregunten a Pilar, que no sabía ni
papa de inglés y mantenía no sé qué clase de disquisiciones con todo indígena
que se le pusiera por delante. Las chicas tenían un don especial para eso.
Desde la primera vez que se presentó la oportunidad de conectar más allá de la
convivencia, ellas lo hicieron todo mucho más fácil. Ellos, los guías y
porteadores, empezaron a cantar y a moverse
como bambúes cimbreándose al viento y ellas, más desinhibidas que
nosotros y más emocionales. Resham Firiri,
una cantinela monótona que ellos prolongaban para que no terminara nunca,
porque en realidad era la forma de hablar, de comunicarnos, de decir: nuestras
vidas se han encontrado de manera coyuntural, procedemos de mundos tan
distintos, pero deseamos transmitirnos mutuamente que no somos diferentes. Resham Firiri: una canción tradicional
nepalí, un lenguaje universal, la alegría y el milagro de la comunicación. (Pero
también el rock: recuerdo con cariño el día anterior al terremoto, bajando del monasterio budista de Upper
Pisang, con Pedrito abrazado a mí y cantándome canciones de los Doors y de los
Beatles, que se las sabe enteras el tío. Es un lazo que nos unió tanto como las discusiones
filosófico-religiosas que mantuvimos. Para mí es un ejemplo de cómo las
discrepancias pueden ser un nexo cuando se brinda la amistad y hay voluntad de entenderse).
No
los olvidaremos. Todos perdieron sus casas en el terremoto, estaban preocupados
por sus familias, pero no quisieron dejar de ayudarnos.
Pokhara. El lago Phewa |
A la espera de recibir información sobre la forma de salir de Nepal, los días de Pokhara transcurrieron en una especie de limbo. Estábamos en una ciudad donde parecía que no hubiera ocurrido nada, al margen del desastre de su país, y nos alojamos en un magnífico hotel donde nada faltaba. Una calma extraña que a algunos se nos hizo larga. Comimos en restaurantes, hicimos compras y visitas turísticas (las hoces del río Seti, el complejo templario de la diosa Bindabashini (una de las manifestaciones de Kali) donde se celebran bodas y los invitados visten sus coloristas galas, la catarata Devi (Devi’s Fall), el lago Phewa, la estupa de la Paz Mundial). Yo aproveché el día libre para callejear sin rumbo por la ciudad. Callejear es un decir: no hay callejas. Sí hay calles flanqueadas por bloques en línea, pero, son más comunes las calles a las que se abren los huertos o terrenos abiertos dentro de los que se construyen pequeños bloques aislados para varias familias, o casas unifamiliares. Es en gran parte una ciudad nueva que ha crecido sobre todo en las últimas décadas, tras romper su aislamiento y conectarse por carretera ¡en los años sesenta del siglo XX! Para mí, como tal ciudad no tiene un especial encanto, aunque se beneficia de un paisaje poderoso y espectacular de colinas verdes con bosques subtropicales; y el lago. La bruma lejana nos impidió ver las cumbres del Himalaya, que aquí se alzan imponentes, desde mil metros hasta más de ocho mil, pero aun así, el verdor, el lago y las colinas configuran un entorno privilegiado.
Como
Kathmandú, Pokhara es una sucesión de tiendas y pequeños negocios, para turistas
en la calle principal paralela al lago, donde se concentran los restaurantes, y
para los ciudadanos autóctonos en otros sectores urbanos. Como en Kathmandú, los
locales comerciales no sólo ocupan todos los bajos de los edificios, sino
también el espacio entre bloques, donde se suceden los chamizos construidos con
materiales endebles y cubiertos con chapas sobre las que se acumulan neumáticos,
piedras o cualquier objeto pesado, para que no se las lleve el viento. Hasta
una bañera, pude ver sobre un cobertizo en la misma entrada de un hotel.
El
descanso tiene caducidad. Después de la holganza, nos esperaba, de nuevo,
Kathmandú. Fuimos allí en un vuelo de Buddha Airlines. El aeropuerto de Pokhara
es como una antigua estación de autobuses más bien destartalada, con sanitarios a juego. Allí (no en los sanitarios, sino en la sala de embarque)
coincidimos con Carlos Soria, el abulense que persigue la hazaña de conquistar
todos los ochomiles con más de 70 años, y su equipo, que se dirigían a Katmandú
tras desistir de subir al Anapurna, donde esperaron inútilmente una ventana de
buen tiempo durante casi dos meses. Uno de ellos, que le acompaña habitualmente
en sus expediciones, es médico, y nos dijo que había decidido quedarse en
Kathmandú para ayudar en unas circunstancias tan difíciles. En Manang también habíamos
coincidido con un grupo de médicos (no recuerdo de qué país) que habían tomado
la misma decisión.
Dando color a la carretera |
En nuestra primera visita, Kathmandú ya nos había llamado la atención por su aspecto caótico. “Kathmandú”: a los oídos occidentales es un nombre con resonancias míticas. Evoca los misterios de Oriente. Pero hoy es una aglomeración que tiene los inconvenientes de las urbes occidentales acentuados por la insalubridad y el enorme desorden urbanístico. La ciudad ocupa una hondonada rodeada de colinas, donde el aire contaminado por el polvo y el tráfico apenas se renueva y la gente debe usar mascarillas, como en otras muchas grandes urbes asiáticas. Un olor acre, en el que todo se confunde, satura la atmósfera. Las marañas de cables, imposibles de desmadejar, se han adueñado de la franja que discurre por los laterales de las calzadas; los electricistas deben de ser unos genios, si se aclaran. Pero el mayor exponente del caos es el tráfico. No hay semáforos y los vehículos, sobre todo autobuses y motos (hay pocos turismos, que se ven aún menos en las carreteras interurbanas, casi monopolizadas por los autobuses y camiones pintados y tuneados con adornos barrocos), maniobran entre una algarabía de pitidos incorporándose como pueden de una arteria a otra (muchas de ellas sin asfaltar y llenas de baches) o adelantándose sin que, inexplicablemente, se produzca el colapso. Así que es cierto eso de que del caos siempre surge, finalmente, de manera milagrosa, algún orden.
Bakhtapur, ciudad Patrimonio de la Humanidad. |
Callejeando por Kathmandú |
Siega en Kabresthali |
También pasamos una tarde en Kabresthali, la aldea de Pedrito y de los guías. Está formada por un pequeño núcleo compacto y muchas casas diseminadas por las laderas aterrazadas en el borde del valle de Kathmandú, en un entorno de aspecto bucólico, y los campos invitan a pensar en una agricultura pujante, pero es una impresión engañosa. La vida aquí es muy sencilla y casi tan al límite como en las aldeas de montaña. Las gallinas campan a sus anchas por las calles sin asfaltar y las pequeñas parcelas se trabajan por métodos tradicionales. Un grupo de mujeres estaba segando con hoz un pequeño campo de no más de un cuarto de hectárea. Es una agricultura de subsistencia, con unas gallinas, un yak para arar los campos y dar leche. Hay algunas viviendas construidas recientemente con materiales modernos y al estilo recargado, con falsos frontones y columnas, que se ha generalizado en el país, pero la mayor parte son construcciones de ladrillo poco cocido y sin estructura de atado que se han hundido o han sufrido grandes daños por el terremoto. Nos llamó la atención la resignación con la que parecían asumir su (mala) suerte. Tenían miedo físico, pero no muchos bienes que perder, y la pobreza parece haber desarrollado un sentido fatalista de la existencia.
La
pobreza parece endémica y generalizada en Nepal. Uno tiene la impresión de que
no existe un gobierno social que estimule la economía del país y saque a
la gente de la marginalidad, y
seguramente no son infundadas las quejas de que las autoridades acaparan la
escasa riqueza en su beneficio. No hay signos de industria (no recuerdo haber
visto una sola fábrica), y la agricultura, que podría desarrollarse con
técnicas modernas e industrias de transformación, no sale del nivel de autoconsumo. Los únicos
ingresos netos aparentes son los generados por el turismo, que ahora se verá
muy resentido, que además son en buena medida acaparados por el gobierno que
recauda la tasa de entrada de extranjeros. En fin son impresiones, pero tan
fuertes que, aun teniendo en cuenta la simplificación, deben de parecerse en
algo a la realidad.
Este
es el país que dejamos. Al salir, en el aeropuerto, un perro sarnoso se buscaba
la vida tirando y revolviendo los cubos de desperdicios, sin dejarse intimidar
por la gente que intentaba alejarle. Luego, en el avión, el Himalaya se mostró
en toda su magnificencia. Seguimos su flanco sur a lo largo de más de una hora
y la cadena blanquísima parecía no acabar nunca. El encuentro de los dos
búfalos telúricos era tan evidente que uno se pregunta cómo es posible que el
mecanismo de la tectónica de placas no se conociera hasta los años sesenta del
siglo XX. Claro que todo es fácil de explicar una vez descubierto.
Nepal es un país hermoso y no podremos
olvidar jamás la experiencia extrema que allí vivimos. Sus gentes y su futuro,
no serán ya nunca ajenos. El grupo de whatsapp que hemos formado es un cordón
umbilical que nos une a nuestros guías y, a través de ellos, a un pueblo
integrado por gente como nosotros pero con peores papeletas y que merece mejor
suerte y ayuda para salir de la trampa de la pobreza. No se trata de una plaga
bíblica llegada en un meteorito del espacio exterior; tiene responsables
humanos y tiene que ver, ay, con este (des)orden que tanto conviene a los
intereses y la avaricia de los poderosos. En un mundo (mal) globalizado, su
suerte es nuestra suerte: no puede haber futuro para nadie en esta desigualdad
extrema.
Algunos de nosotros volverán algún día a
recorrer los hermosos valles de Nepal, a contemplar con asombro sus cumbres
interminables, a encontrarse e intentar conectar con sus gentes, mucho más que
mediante unos simples conjuros, Namasté y Resham
Firirí. Ojalá entonces haya empezado a romperse la trama infame de
injusticia y pobreza.
Nota.- A causa del desastre natural, el turismo, que es la principal fuente
de recursos externos, ha caído de manera dramática. Algunos hoteles y
organizadores de rutas turísticas han invitado a visitar el país, a principios del
mes de septiembre, a representantes de varios países, entre ellos a miembros de
nuestro grupo, para que transmitan al mundo que necesitan la vuelta de los
visitantes, que serán recibidos, como siempre, con amabilidad y encontrarán una
infraestructura que les hará agradable y cómoda la estancia.
GALERÍA DE IMÁGENES
(Lo siento, amigos, pero no controlo las herramientas del programa del blog y no consigo maquetar las fotos como me gustaría, así que incluyo una pequeña muestra)
Manang, con el Anapurna III y el Gangapurna. Imagen tomada de Internet. |
Bakhtapur |
Paatán (Kathmandú) |
Patán (Kathmandú) |
Emocionante, impresionante el relato. Pero lo que más me ha gustado es lo que nos haces reflexionar.
ResponderEliminarGracias, Buena Chica, no sé quién eres pero me alegro de quer mis experiencias y mis inquietudes puedan ser compartidas. Un abrazo
ResponderEliminarComo tu comentario es inmejorable, diría yo, me vas a permitir que guarde el mismo en mi album de fotos y así tener un buen recuerdo de nuestro paso por Nepal. Un abrazo amigo. Celso.
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